El carácter del escorpión

HACÍA mucho tiempo que no podíamos presumir de un asesino tan desinteresado como el conocido por «El asesino de la baraja». Al entregarse le ha dispensado a la policía de continuar con sus trabajos de busca y captura. Es un chico raro. Ni odiaba a las víctimas, ni hacía planes para matarlas. Según confiesa espontáneamente sólo quería saber qué se siente cuando se mata a alguien, que es sin duda una experiencia que la mayoría de las personas no hemos tenido nunca. El extraño muchacho se sentaba frente a la televisión que, poco a poco, iba tomando la forma de una esquela. No ha precisado en qué momento le acometía el irrefrenable impulso de salir a la calle para cargarse a alguien y, por lo tanto, no podemos echarle la culpa a un programa especialmente hediondo, ni a la retahíla interminable de los anuncios. ¿Qué era lo que le llevaba a cumplir su destino? Quizá sólo su carácter, idéntico al del escorpión. El historiador Vicente Silió, del que ahora no se acuerda nadie, poco antes de abandonar el mundo dijo que lo hacía con gran placer. «Advertí entre vosotros demasiados obtusos, demasiados groseros, demasiados histriones y bárbaros». En este último grupo podemos clasificar al criminal que escogía al azar a sus víctimas y después de dejarles un naipe como epitafio, se iba tranquilamente a comer o a dormir la siesta, con la satisfacción del deber cumplido. ¿Qué hacemos con «El asesino de la baraja»? Nadie podrá convencerme nunca de las excelencias de la pena de muerte. Ni siquiera mi admirado José Plá, que cuando se suprimió, durante la República, se atrevió a vaticinar que iba a costar mucha más sangre que su mantenimiento. «El humanitarismo teórico -dijo- ha causado a lo largo de la historia una cantidad de víctimas incontable, ingente». Aunque eso sea cierto, hay que decir no a la pena de muerte y resignarse a nuestro cupo de bárbaros. Y rogarle a los volubles dioses que no se crucen en nuestro camino.