EL RINCÓN
Más lejos del final
NUNCA se sabe cuándo terminan las guerras que se acaban. Después que cese de brotar oficialmente el manantial morado de la sangre empieza un lento goteo con intermitencias. Por muy «cautivo y desarmado» que esté el ejército vencido, algunos ex combatientes siguen combatiendo, del mismo modo que algunos ocupantes continúan sus tareas de represión. Ninguna de las dos partes se muestra demasiado exigente en la elección de sus víctimas, que suelen reclutarse entre la población civil. El caso es seguir jugando al tiro de pichón con la paloma de la paz. El último muerto de Irak, al que quizá ya haya sustituido otro, ha sido un joven camarógrafo inglés. Le asesinaron en Bagdad, cuando trabajaba para todos nosotros, que tenemos el derecho a estar informados, pero no percibimos el pegajoso olor de la hemoglobina que desprenden las páginas de los periódicos cuando cuentan conflictos bélicos. El de Irak se ha cobrado ya la vida de 16 periodistas. El camarógrafo tenía 24 años y estaba a las puertas del Museo de Historia Natural cuando le dispararon en la nuca. Quizá le confundieron con un soldado estadounidense. No se sabrá nunca. A la mayoría de los iraquíes no le gustaba el tirano Sadam, pero tampoco le gustan los invasores, que no creen en Alá, pero adoran el petróleo. Vinieron desde muy lejos repartiendo misiles y luego repartieron comida, pero ahora no tienen la menor prisa por abandonar la tierra conquistada. Quizá necesiten mucho más tiempo para encontrar las armas de destrucción masiva que no existen. Nunca puedo olvidar lo que nos decía don Gregorio Marañón, como dándolo por consabido, a un grupo de jóvenes aprendices de escritores: «las guerras civiles duran un siglo». Creo que aquel español egregio llevaba razón. Son necesarias tres generaciones para liquidar resentimientos. Además, con el paso de los años, se aprende que todas las guerras son civiles porque el mundo es un pañuelo. Empapado de sangre.