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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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EL TIEMPO suele ser experto es esclerotizar las cosas, aunque la familia de George Kelly, un muchacho de Liverpool ahorcado por la justicia británica en marzo de 1950, se ha dedicado todos estos años a sacudir la capa de polvo y deshonor que mancillaba su nombre, hasta lograr que la Corte de Apelaciones de Londres emitiera un dictado por el que considera «aventurada» la sentencia que llevó a Kelly al patíbulo. En otras palabras, reconoce entre líneas que el asesinato legal del joven de veintisiete años fue un tremendo e irreparable error. Las cosas han cambiado bastante, y ahora mismo podemos decir con orgullo que Europa es ese lugar donde no existe la pena de muerte. Tan tremenda y extremada condena es pura y dura venganza social, que además no sirve de nada a la hora de prevenir la delincuencia, tal como han demostrado infinidad de estudios científicos. Y si encima se ajusticia a un inocente como Kelly, al parecer atrapado en un juego de mosca y araña por la policía, adquiere una dimensión realmente abominable. Por supuesto, existen en todas partes partidarios de hacer picadillo a terroristas y otras malas bestias dedicadas a convertir la vida del prójimo en un calvario. Pero la pena de muerte es un punto definitivo de no retorno, además de una artimaña bastante cutre y que, en demasiadas ocasiones, sólo atañe a los más débiles y desgraciados. Ya lo dijo hace no demasiado tiempo un cínico senador de los Estados Unidos: sin la pena de muerte, ¿dónde estaría hoy el cristianismo? El caso es que Jesucristo se hubiera librado en 10 o 15 años por buena conducta.

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