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RESULTA penoso observar que el principio de la igualdad formal reconocido constitucionalmente, concebido como una simple abolición de privilegios, sufre ciertas fiebres de indiferencia, al no ser considerado como tal, olvidándose ese trato igual, tan necesario para convivir. Nos dicen que la gran voz de nuestro tiempo, y para todas las atmósferas, debe ser la solidaridad. Además hemos de globalizarla. Porque todos somos iguales, o sea, seres humanos. Nos hablan de una sociedad equilibrada, en equidad. Y a resultas de lo que se vive en la calle, se advierte un mundo de contrariedades. Claro, esto ocasiona unos efectos, no caracterizados por el afecto. Ya se sabe, la discriminación, increpa. Los Juzgados no dan abasto a recibir denuncias de los ciudadanos que fundamentan el atropello en la violación de la igualdad desprovista de una justificación objetiva y razonable. Ciertamente, nos dibujan una democracia sin discriminaciones de género, etnia, razas, o culturas; en armonía. En suma, nos transmiten un mensaje de bienestar, que no es real para muchos ciudadanos. Y no me consideren un pésimo pesimista. Sólo hay que salir a pasear y saber mirar a los ojos, espejo del alma. El principio de igualdad que tanto vociferamos, y en justicia debemos conseguir que se cumpla desde la universalidad de la ley, no es otro que el mensaje del amor entre los seres humanos, ya refrendado, por cierto, en el Antiguo y el Nuevo Testamento, donde se insiste: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ninguna propuesta, pues, ni la constitucional, ni la religiosa, se ha pasado de moda. Por el contrario, hemos de afianzarlas. A juzgar por estadísticas, y resoluciones judiciales, han aumentado las desigualdades y las discriminaciones, aunque se nos llene la boca de que todos somos iguales ante la ley y de que no ha de prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Los afectados siempre son los mismos. Qué casualidad. Los más débiles, los menos dotados, los menos amparados. La igualdad, la no discriminación, es una condición específica de los demás derechos y libertades. Algunos políticos se apresuran a regalarnos los oídos. Por ejemplo, nos dicen, que disminuye el paro. Sin embargo, olvidan, que tener trabajo, reconocido además como derecho y deber, no siempre es garantía contra la pobreza y la indigencia. Se dan discriminaciones a diario, por desgracia, que humillan la dignidad humana. Baste pensar, por aquello de tener varias sentencias en mi mesa de trabajo, en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia. ¿Dónde está el apoyo a la familia?. ¿Para qué sirven tantas ventanillas o concejalías de apoyo a la unidad familiar?. Quizás, si se me permite, no lo entiendo de otra manera, para colocar a más políticos. En verdad, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático. A mi juicio, la galopante discriminación e intolerancia que padecemos en los últimos tiempos, se encuentra en los prejuicios y en la ignorancia, fruto de una educación equivocada e insuficiente. Nada humanista. Por ello, de no atajar los programas educativos, se acrecentará la exclusión. Se necesita urgentemente que se imparta una enseñanza al servicio del ser humano y de todo ser humano. El mundo se queda pequeño. Las migraciones van en aumento. Es lógico. Ahora bien, hace falta educar, para que el reencuentro no genere rechazo, ni violencia. Necesitamos comprensión y crear un espíritu de entendimiento, que no revierta en discriminación, con vista a la fraternidad de la familia humana. Pero la familia humana no es familia si sufre repulsa y desprecio. Y así, en tantas ocasiones, no se tienen en cuenta sus derechos cívicos ni laborales, ni se valora su riqueza cultural. Como consecuencia de todo ello, se pretende su asimilación plena a la cultura del país receptor sin tener en cuenta sus características peculiares o pasan a engrosar la lista, de quienes integran la economía sumergida, olvidando su dignidad y sus derechos. Hemos de crecer en hospitalidad. Una acogida que reclama de nosotros la solidaridad y la generosidad compartiendo nuestros bienes con el necesitado y nos impulsa a vivir la justicia y la concordia en doquier lugar. La no discriminación imprime un níveo verso: aquí no sobra nadie,/ nos necesitamos todos de todos.