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Publicado por
CÉSAR ALONSO DE LOS RÍOS
León

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CUANDO los empresarios españoles comenzaron a invertir de un modo especialmente fuerte en Hispanoamérica, se produjo en la opinión pública estadounidense, más que una sorpresa, un estremecimiento. La «invasión» económica y financiera venía a demostrar que un capital que habla el mismo idioma que el del mercado en el que se instala tiene un plus respecto a otros. En Estados Unidos se encendieron las alarmas. La expresión más gráfica de ese estado de ánimo fue la portada del semanario «Newsveek» dedicada al «segundo descubrimiento» de América por parte de los descendientes de Colón. En esos momentos no era disparatado pensar, como hicieron algunos analistas y políticos, que la Administración americana pudiera entrar en una defensa temible de los mercados de su patio trasero. Sin embargo no ha sido así. Y no lo ha sido, en primer lugar, a causa de los problemas generados por las crisis económicas de Argentina y Brasil; en segundo lugar por la solidaridad demostrada por el Gobierno de España con la política exterior de Bush en la lucha contra el terrorismo y contra el régimen de Sadam Huseín. La convergencia de Aznar con Bush y con Blair no iba a dejar de tener consecuencias. Ha supuesto el crecimiento de la figura de Aznar como líder internacional, pero sobre todo ha conjurado los peligros de una oposición norteamericana a las inversiones españolas. Por vez primera la presencia trasatlántica de España ha pasado del plano de la retórica -nada despreciable, por otra parte- al campo de la economía. Por vez primera España no solo aparece como intermediaria, como puente desde Europa, sino como protagonismo. Nuestros empresarios se la juegan hoy en las viejas colonias y corren la misma suerte que los nativos aun cuando el presidente Kirchner haya tenido la osadía de decir, el jueves pasado en Madrid, que aquellos trataron de beneficiarse de la crisis argentina. Las durísimas palabras de José María Cuevas cortaron el discurso victimista del presidente argentino, más preocupado por responder a las exigencias internas de su país que a la realidad. Más seductora ha sido la visita de Lula. El ex sindicalista ha demostrado, en estos primeros meses, que su gobierno es lo suficientemente responsable como para trasmutarse de utópico en reformista. Lula ha explicado en Madrid («el rostro de la España democrática y desarrollada», dijo) que no irá al milagro en un país que exige mínimos y que sus sueños pasan hoy por dar de comer al hambriento. El cambio de papeles en la política exterior española, en estos últimos años, ha sido espectacular. Si en la escisión europea, que se produjo en las vísperas de la guerra de Irak, el presidente español pudo promover con Toni Blair la carta de los ocho jefes de gobierno y de Estado a favor de la política de Bush: si fue el tercer hombre en las Azores y si ahora ha sido reconocida esa política en algunos de los Estados del Sur de EE.UU, aparece ahora como un punto de referencia en las reivindicaciones de los países en desarrollo y de forma especial en la exigencia de un «mercado libre»que es tanto como decir que los países ricos dejen de practicar el proteccionismo en campos vitales para la producción de los países del Tercer Mundo.

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