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Publicado por
VICENTE PUEYO
León

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ASEGURAN que el «bañador» de moda entre las mujeres islamistas de Marruecos cuesta unos sesenta euros y está compuesto por unos tres metros de tela. O sea, cuesta prácticamente lo mismo que un bikini de los de aquí cuyo precio, como es sabido, no tiene nada que ver con el tejido sino que es directamente proporcional a la cantidad y calidad de chicha que permite mostrar graciosamente al respetable. Con esto del calor, el choque de civilizaciones se ha trasladado a nuestras costas donde, aprovechando lugares y horarios no demasiado concurridos, aparecen de cuando en cuando estos modelos traídos en sus maletas por las inmigrantes y concebidos, según dicta el Corán, para preservar las formas femeninas de toda mirada que no sea la del marido o la de los padres. Lo que ocurre es que, pese a la prudencia y la discreción de sus portadoras, a pocos metros suelen tostarse al sol otras mujeres que, a la vista de lo escueto de sus bañadores, no han leído en su vida ni una línea del citado libro sagrado, ni, probablemente, tampoco del catecismo. Si una imagen vale por mil palabras, ese crudo contraste playero vale por una tesis sobre las dificultades para incorporarse, desde una sociedad de estricto respeto-sumisión a los preceptos religiosos y a las tradiciones, a otra caracterizada por la creciente relajación de la moral y de las costumbres, donde cada día nos pasamos varios pueblos, y donde parece que ya no queda nada por ver ni por oir. El reto de convertir en racional el fenómeno imparable de la inmigración no pasa solamente por regularizar y dosificar sensatamente la llegada de quienes, con todo derecho, buscan una vida mejor sino por hacer ver y entender a quienes vienen que, necesariamente, van a tener que poner también mucho de su parte para que esa simbiosis sea fecunda para las dos partes: los que están y los que llegan. Quizá sea muy difícil romper, o suavizar, determinados atavismos, fundamentalmente ligados a una estricta ortodoxia religiosa que aquí nos parece fuera de lugar y de tiempo, y que llegan también en la maleta del inmigrante. Pero sólo si, -junto al respeto a las concepciones de la vida que cada uno puede tener-, se produce una valiente apertura de espíritu y se asume dónde y cuándo se está, se puede llegar a producir esa «reunión» amistosa y pacífica que a todos enriquecerá. Entre el monokini y el despilfarro de tela hay que encontrar ese término medio donde, obligatoriamente, se encuentran los hombres civilizados.

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