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Publicado por
JULIO DE PRADO REYERO
León

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EN SU origen tanto las palabras castellanas «diferencia» como «indiferencia» arrancan del verbo latino «differo» o llevar de un lado para otro; por lo que anteponiendo el prefijo privativo «in» nos encontramos con derivados con tintes pasivos del estilo de «indiferente», que es quien es llevado y traído de acá para allá, arrastrado y condenado a no diferir ni disentir por incapacidad para apreciar y discernir actitud razonable y estable en que pueda situarse aquí o allí. Sin duda que a tal situación se ha llegado por inercia o mediocridad, por cierto buen caldo de cultivo en una sociedad de consumo, de zarandeo o mangoneo de los medios de comunicación de masas, en la que, por añadidura, pululan manipuladores y «trepas», que se encargan de mover los hilos ocultos de las marionetas de turno. Lo peor en estos casos, a mi juicio, es no sólo que te engañe una u otra vez, sino que quedas «tocado» ya definitivamente por la indiferencia, que como muy bien nos advierte el Profesor Arroyo Arrayás definitivamente «parece haber acabado, no sólo con la voluntad de elección, sino con la voluntad misma». En esta era de la posmodernidad, en que nos ha tocado vivir, a pesar del reconocimiento «oficial» de todos los derechos humanos, habidos y por haber, y de la implantación creciente del juego democrático, son muchas las personas que a la hora de la verdad se lo saltan y se muestran sumamente agresivas con los ciudadanos con quienes no comparten opinión y hasta contra la misma divinidad se renueva una militancia combativa de otros tiempos, atribuyéndose el actual eclipse de Dios, como lo hacía Nietzsche no sólo a que «nosotros lo hemos matado», sino a que la autosuficiencia o indiferencia actual ha decretado: «nosotros lo hemos dejado morir y no necesitamos de Dios, vivimos sin echarlo ya en falta para nada. Efectivamente para algunas culturas hoy la religión no responde a ninguna necesidad específica del hombre. Sólo la modernidad comenzó a mostrarse indiferente con Dios; pero le surgió un resultado totalmente inesperado y es que a medida que prescindía de él, se mostraba cada vez mucho más escéptico con el mismo hombre, de suerte que ya para Sartre «el hombre es una pasión inútil» o lo que es todavía mucho más duro «el infierno son los otros»... Y todo ello como consecuencia, por añadido, de haber desposeído al otro de su diferencia y de todo su valor cuanto otro, tratando el indiferente de endiosarse como único y supremo, lo que termina por hundirle mucho más en el egoísmo y en individualismo. Cuando nos planteamos por estos lares problemas propios o resultantes, como los de la indiferencia o tolerancia somos muy dados a «echar balones fuera», concretamente hacia otras latitudes, desconociendo u olvidando que también dentro de nuestros espacios interiores, en mayor o menor medida, existen aspiraciones a una sociedad más humana, libre y justa, tanto por parte de algunas minorías étnicas, autóctonas, como pueden ser las rurales o barriadas o las migratorias, por motivos religiosos, culturales, laborales, etcétera... descendiendo hasta un enorme grupo de mujeres, ancianos, niños, parados, drogadictos, discapacitados, homosexuales, parejas en situaciones no normales, autoexcluidos etcétera... y en general cualquier grupo o persona que se salga de los arquetipos y normas tradicionales o legalmente establecidas. Para estos casos indiferencia y tolerancia no deben confundirse; puesto que la tolerancia tiene en consideración al otro y lo acepta en cuanto tiene de semejante y diferente y como es en realidad, relacionándose con él con sumo respeto, aunque no comparta su situación y opiniones; la indiferencia, en cambio, es huidiza y no se atreve a entrar en el terreno del diálogo, dando por válido un relativismo sin frontera alguna en aras desde ultraliberalismo complaciente hasta de fines lucrativos y de provecho, que invitan constantemente a un «laisser faire: laisser passer», que cuando anida en una persona responsabilizada en las áreas humanas, sociales, políticas, religiosas etcétera..., ésta no llega nunca a compenetrarse no comprometerse con sus problemas, reduciendo y anulando todas sus posibilidades de contacto serio bajo capa de un superficial y escurridizo paternalismo, que desemboca prácticamente en esta tambaleante respuesta: «ese es tu problema, no mi problema». A esta conclusión se ha llegado no en virtud ¡Claro está! De una sana y valiente tolerancia, sino de una estratégica y cobarde indiferencia. En definitiva un filósofo creyente como es el profesor Aranguren hace funcionar la razón a todo gas y ante situaciones tales afirma: «mi respuesta condiciona a parte la posterior conducta del otro, y responde de mí; puesto que mi respuesta contribuye al diseño de mi configuración moral como persona. Así la respuesta que contribuye a esbozar la figura de la realidad del otro es la de mi realidad personal y la de nuestra relación de encuentro».

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