EN EL FILO
Lamentaciones catalanas
PUJOL se va, tras dirigir las puesta en pie de la autonomía catalana desde 1980, y en sus mensajes de despedida -tanto en la prensa como en las instancias políticas se advierte una actitud que revela un balance ambivalente, ambiguo. De un lado, Pujol está orgulloso de su propia obra, y tiene motivos para ello: Cataluña es hoy una nacionalidad próspera -crece levemente por encima de la media del Estado-, que ha recuperado plenamente sus señas de identidad y al mismo tiempo -moderna y cosmopolita- se ha aproximado extraordinariamente a Europa, que ha conseguido hacer tal cosa sin convulsiones ni problemas internos -el bilingüismo es allá, dígase lo que se diga, una realidad gozosa y en absoluto conflictiva-, y que está integrada armoniosamente en el conjunto de España, sin estridencias ni amenazas de ruptura. Pero, de otro lado, se advierte en el líder catalán -uno de los pocos estadistas verdaderos que han jalonado estos veinticinco años de normalidad constitucional que estamos a punto de colmar un punto de frustración por no haber normalizado plenamente las relaciones entre Madrid y Barcelona, por no haber alcanzado todas las aspiraciones de autogobierno que hubieran llenado de todo su contenido el espíritu estatutario. El pasado domingo, en una entrevista concedida a «ABC», Pujol se lamentaba no de un fracaso sino de «una oportunidad histórica perdida». «Nos parecía importante -afirmaba superar la etapa en la que nuestros acuerdos (con el PP o el PSOE) eran coyunturales, en la línea «qué hay de lo nuestro'». Quisimos definir cuál era el techo máximo autonómico, llegar a un acuerdo permanente y abandonar la línea de la reivindicación. No se ha conseguido y es el aspecto más negativo del balance. Tanto con el PSOE en 1993, como con el PP, en 1996 y en 2000, intentamos llegar a un acuerdo no coyuntural basado en un encaje de España de una Cataluña con un tipo de autonomía que reconociese su carácter propio en lo identitario y en lo político...». Alguna razón tiene Pujol en su lamento. CiU ha sido un factor esencial de la estabilidad del Estado en momentos clave de su desarrollo. Durante toda la Transición, el 'seny' catalán contribuyó decisivamente a que pudiesen sortearse los riesgos del proceso, a que la Constitución estableciera elementos de concordia territorial que han sido muy fructíferos. Después, tanto en 1993 como en 1996, cuando arrancaban legislaturas con gobiernos minoritarios, proporcionó estabilidad a los Ejecutivos; lógicamente, obtuvo a cambio algunos retornos concretos, pero -por más que algunas reclamaciones resultaran irritantes por lo persistentes en modo alguno se pudo hablar de chantaje al Estado, como algún desorientado llegó a decir. El nacionalismo catalán -que, por su peso demográfico y por su moderación, ha tenido siempre más influencia que el vasco ha sido halagado y utilizado por el PP y el PSOE cuando los grandes partidos lo han necesitado; y ha sido en general denostado -aunque en tono distinto por las dos grandes formaciones y bloqueado en las etapas de mayorías absolutas. La queja está justificada. También hay que decir, en honor a la verdad, que en el lamento de Pujol hay un punto de hipocresía: nunca se despojará el nacionalismo catalán -ni el vasco, ni nacionalismo alguno de su carga reivindicativa por una cuestión simplemente ontológica: si los nacionalistas consideraran colmadas sus reclamaciones, dejarían de serlo. De ahí el victimismo, la reclamación permanente y la exhibición de un supuesto memorial de agravios. Pujol era, por su envergadura personal y su solvencia, una garantía de que no iba a haber un «problema catalán» en España, de que no se producirían saltos en el vacío. Su marcha debería obligar a todos los actores del Principado a actuar en el futuro con una gran prudencia para que no se desencamine el trayecto andado en estos veintitrés años de progreso y racionalidad.