EL RINCÓN
En manos de los padres
LA LEY de Prevención del Consumo Indebido de Bebidas Alcohólicas, más conocida por la Ley Antibotellón, con rectificaciones mínimas, va a ser aprobada de un momento a otro. Si se cumple, no sólo se mejorarán muchos hígados juveniles, sino muchas aceras. Es curioso que la llamada «movida» consista fundamentalmente en tumbarse en mitad de la calle y no hacer más movimiento que pasarse de unos a otros una gran botella llena de líquidos apócrifos, como los indios se pasaban la pipa de la paz, antes de que les afectaran las campañas antitabaco. ¿Cómo podrá conseguirse que los sociables muchachos que empuercan las ciudades abandonen sus hábitos? Se les ha explicado muchas veces que estarían más cómodos en un bar americano, o de cualquier otra nacionalidad, donde los cubatas salen por un ojo de la cara y la yema del otro. Los chicos dicen que no disponen de dinero para disponer de un barman que hable bajo, sepa graduar la penumbra etílica del mostrador y domine la sutilísima estrategia del «Dry Martini». Es por lo tanto una cuestión de pasta, pero hay otras cuestiones. ¿Por qué se bebe a los catorce años? A esa edad lo que hay que hacer es comer. Comer mucho y hacer mucho ejercicio para que el día de mañana se pueda presumir de un buen estómago y, ya puestos, de ser dueño de una pierna hueca donde pueda alojarse todo lo que se trasiegue, sin daño para ninguna otra pieza de nuestro caducable organismo. Lo más curioso de la Ley Antibotellón, que me parece absolutamente necesaria, es que descarga la mayor parte de su peso en los padres de los menores. Hay padres severos, de esos que sólo le pegan a sus hijos en defensa propia, pero también los hay tan blandos que son fácilmente maleables. La autoridad paterna está en crisis, al decir de los sociólogos, y abundan los progenitores que cuando le preguntan al niño a qué hora piensa regresar por la noche, escuchan la misma respuesta: «a la que me salga de los cataplines». En ese momento, para demostrar quién manda en la casa, apostillan: «está bien, pero ni un minuto más tarde». Sólo falta que sean los papás los que paguen los vidrios rotos en las aceras.