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Publicado por
RAMÓN PI
León

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SUELE decirse de los documentos vaticanos que, además de estar escritos en un lenguaje difícilmente asequible al ciudadano (o al fiel) normal y corriente, sobrevuelan las cuestiones polémicas y candentes planeando por las esferas de los principios generales y dejando luego a la gente ante las múltiples encrucijadas que lleva consigo cualquier traducción de los principios a la práctica del día a día. Debo decir que eso, con no ser del todo falso, tampoco es del todo verdad, porque con un poco de atención y una somera formación cristiana yo creo que muchos documentos vaticanos se entienden a la primera, y dan criterios claramente aplicables a la práctica, aunque sean difíciles de aplicar por el riesgo que lleva consigo para los cristianos no pocas veces la confesión de su fe, que exige según cuándo, además, valor. Pues bien: resulta que acaba de hacerse público un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmado por el cardenal Ratzinger, acerca de una de esas cuestiones candentes y vivas, como son los proyectos de reconocimiento legal de las uniones homosexuales, que a veces llegan a su equiparación a la institución del matrimonio, y además contiene instrucciones concretísimas para los ciudadanos y, especialmente, para los políticos católicos en relación con este asunto. El documento es breve, apenas ocho páginas; se entiende perfectamente, va al grano -a veces demasiado, porque en algunos puntos yo he echado de menos un poco más de extensión-, y resulta inequívoco en materia tan equívoca, lo que me parece de lo más meritorio, al menos desde el punto de vista del cristiano raso. ¿Y qué dice este documento? Esqueléticamente, lo siguiente: la práctica de la homosexualidad es un desorden biológico, antropológico y moral grave; pero las personas homosexuales deben ser tratadas con respeto, compasión y delicadeza, y se deberá evitar con ellas toda discriminación injusta. Una vez sentado esto, el documento sostiene que la oposición al reconocimiento legal de las uniones homosexuales, máxime si se las equipara al matrimonio, no es una discriminación injusta, sino que, por el contrario, viene exigida precisamente por la justicia y por el bien común de la sociedad: una cosa es tolerar el mal, y otra legalizarlo, darle carta de naturaleza y, desde luego, proponerlo como ejemplo, sobre todo a los niños. El número 10 del documento da instrucciones concretas a los políticos católicos: han de manifestar su pleno desacuerdo con todo intento de legalizar las uniones homosexuales, y votar en contra. No hacerlo así «es un acto gravemente inmoral». Si un político católico está en una situación en la que ya existe este tipo de regulaciones, debe dejar pública constancia de su desacuerdo, y puede trabajar en «propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley (...) cuando la abrogación total no sea por el momento posible». Más claro, el agua. La pregunta es cuántos de nuestros políticos que se confiesan católicos van a tomarse en serio un documento que el Papa ha ordenado expresamente que se publique.