FRONTERIZOS
Violencia
QUIERE uno pensar que el rasgo básico que prueba la «civilidad» del ser humano es que en su comportamientos social ha sabido controlar la pulsión violencia, o ha aprendido al menos a reprimirla, si queremos ponernos freudianos. La sociedad civilizada no sólo condena el comportamiento violento mediante un código legal sino que ha articulado sistemas complejos para que ese atavismo animal tenga sus vías de escape, bien sean éstas simbólicas -el deporte, como paradigma, aunque también los juegos virtuales o el ocio audiovisual- o institucionales, cediendo en este caso el uso de la fuerza al estado, que profesionaliza el asunto o lo convierte en industria nacional. Ejemplos de este grupo y de sus variables etnicistas y similares, lamentablemente, sobran: para más información, conecten con cualquier informativo. Pero el comportamiento de la especie se empeña en contradecir lo que uno quiere, o quizá lo que a uno le gustaría pensar. En los últimos años aparece con insistencia, supongo que como fenómeno mediático puesto que como certeza social existe posiblemente desde que el mono bajo del árbol, la llamada violencia de género o violencia doméstica que mantiene, en definitiva, el principio cobarde del fuerte imponiendo su poder al débil, sea éste una mujer, un niño, un negro o un pobre iluminado que predique el amor universal. En este caso, a manos de eso tan hortera que se suele llamar compañero sentimental, más de cuarenta mujeres han muerto en España en lo que va de año, la mayor parte de ellas con menos ruido catódico que Marie Trintignant. Y entonces uno, además de intentar encontrar explicación a lo inexplicable, se pregunta si no será hora de redefinir el concepto «civilizado».