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CADA VEZ resulta más preocupante y menos edificante cuanto ocurre en la ciudad de Marbella y en concreto en torno a su actividad política. Tanto tiempo haciendo la vista gorda para que los albañiles puedan seguir viajando en Mercedes ha generado esta situación realmente explosiva, bien caracterizada por la comparecencia el pasado viernes de Jesús Gil y Julián Muñoz -¿a quién de los dos le compraría usted un coche usado?- ante el fiscal de Málaga. Ahora discuten si el Gobierno debería o no disolver la corporación municipal, independientemente de lo que resulte de la dichosa moción de censura de la próxima semana. Yo, personalmente, me adelanto a decir que creo que sí, que el primer Consejo de Ministros tras las vacaciones de agosto, el del 29, ha de tomar una drástica determinación que ponga fin a tan nauseabunda situación. Porque en Marbella acabaron las circunstancias que definen una democracia: ya no hay partidos. El PSOE y el PP viven allí una situación de caos; el GIL, suponiendo que haya sido alguna vez una formación política digna de tal nombre, está en vías de extinción, y el grupito recién puesto en pie por al alcalde Muñoz es apenas eso, un grupúsculo artificial y oportunista. Queda el Partido Popular, que en esta ocasión ha sabido mantenerse ajeno a luchar por el poder, que no por la gloria, y no aparece tan contaminado por intereses ajenos -y qué intereses- como algunos personajes de otras formaciones. Pero el PP, precisamente por su acertado aislamiento, no es sino un islote en esas aguas infestadas de tiburones. En esas condiciones, mantener la actual corporación municipal, alegando que responde al voto de los marbelleros, es una ironía, o más bien una falacia: la pelea de Julián Muñoz con Jesús Gil, las revelaciones que han ido saliendo a la luz, la defección del grupo municipal socialista y del andalucista, han cambiado los datos básicos. En Marbella hay que repetir las elecciones: ¿no se va a hacer, con muchas menos y mucho menos espectaculares razones, en Madrid? Marbella hoy no es sino un terreno de caza de especuladores, mafias y granujas, una ciudad sin ley que sus propios habitantes -los que tienen derecho a voto, que son la minoría- han de repensarse. No basta que el dinero corra fácil, sucio, tómalo y corre, por las alcantarillas de la ciudad que aún, pese a todo, sigue siendo bella, haciendo honor a su nombre, aunque algunos se hayan empeñado en masificarla, ladrillificarla, en destruirla edificando. Ese dinero será, ya lo verán, efímero, y la ciudad acabará estando apestada. Hay que atajar el mal de una vez, y no puede ser que el Gobierno central, la Junta de Andalucía, los propios habitantes de la villa que fue marinera, continúen mirando hacia otro lado como si nada. Fuera con esa partida de desaprensivos que han hecho de la política un trampolín de negocios al servicio de grandes intereses tantas veces foráneos e inconfesables. Llamemos a las cosas por su nombre de una vez; lo de Marbella nada tiene que ver con esa palabra sagrada, con ese concepto altruísta, que es, o debería ser, la política.

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