EL RINCÓN
King Kong murió
MEDÍA diez centímetros más que Joe Louis y pesaba setenta kilos más. Puso horizontales las lianas y se construyó un ring, que tenía exactamente las medidas de Uganda, para convertirlo en cadalso. Tuvo siete esposas, como Barba Azul, y mató a unos cuatrocientos mil hombres, bastantes más que las dos bombas atómicas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki. Empezó siendo un caníbal hereditario, ya que sus antepasados habían deglutido a numerosos exploradores, y poco a poco se fue haciendo un gourmet, que distinguía la calidad de la carne de sus enemigos políticos. Pasó de sargento a general cuando la descolonización y después ocupó la plaza de sátrapa, gracias al golpe de Estado que derrocó al régimen de Obote. Nadie osó discutirle al hipopótamo de yodo que él debía ser el jefe: era el más sanguinario de todos. Idi Amín Dadá ha muerto en paz con su conciencia. Murió en Arabia Saudí, rodeado de lujo y esplendor. El tirano analfabeto se enriqueció durante sus ocho años de mandato, en la misma medida que su país iba empobreciendo. En sus mejores momentos, cuando tenía el pecho lleno de medallas y las manos llenas de sangre, le llamaron el Hitler africano. Un Führer rodeado de rinocerontes y lanzas, lleno de odio hacia los judíos. ¿Por qué iban a ser los judíos una excepción? En aquella época se hacía transportar en palanquín por cuatro británicos de raza blanca. Así como hay aceleradores de la historia, hay personajes cuya misión única es retrasarla. Aún no se ha hecho el recuento de los Tiranos Banderas africanos. Muchos supremos, muchos señores presidentes, muchos patriarcas en un continente dejado de la mano de sus dioses y cercado por el sida. Idi Amín pasó de Tarzán a Montesquieu y lo que más asombra es que un tipo así haya sido contemporáneo de Fleming. Es como si nos encontráramos a un hombre de Cromagnon en la ópera. Claro que también sorprende un poco que King Kong haya muerto sin haber sido juzgado por sus crímenes y que a nadie le sorprenda ni mucho ni poco.