Divorciarse en septiembre

ME CUENTA un amigo abogado, especializado en divorcios, que el mes de septiembre es terrible, porque es el mes en que se le amontonan casi la mitad de las demandas de todo el año. Las idílicas vacaciones, el ansiado paraíso veraniego suele convertirse para algunas parejas en una prueba de convivencia excesivamente duradera. Se asienta un tipo de sociedad donde cada vez se nos programa para peri odos cortos y cambiantes. Cortos periodos laborales asentados sobre contratos interinos, ligues cortos de una noche o, como mucho, de una semana, amistades efímeras y sustituibles, lecturas rápidas sobre párrafos escuetos, y, como símbolo de una atención que requiere variaciones constantes, visión corta de los programas de televisión, unos cuantos segundos para pasar a otro. Un matrimonio, y sus consecuencias -un cuñado o una suegra- son para toda la vida. No le puedes dar al mando a distancia para que te cambie el marido o la esposa, no puedes trasladarte a otro tipo de familia, y eso produce angustia determinista. Durante el resto del año las obligaciones profesionales mantienen a la pareja en tensión, y en los fines de semana suele haber prolongación de esos deberes bajo forma de relaciones públicas o la incorporación de amistades en tercería que ayudan a paliar cualquier conflicto o a evitar que pueda ahondarse. Durante las largas vacaciones, en cambio, no existe un lunes salvador, un viaje laboral, una reunión del equipo de vendedores en otra ciudad, y la vida real e íntima se muestra en toda su especificidad en sesión continua. Y hay algunas personas que no lo pueden soportar. Y, en septiembre, acuden al despacho de mi amigo o a otro semejante. Este tipo de personas corren el peligro de descubrir cualquier día que una de las interinidades es la propia vida, quiero decir que el contrato que tenemos con la naturaleza también es finito, como el matrimonio o el trabajo, y me temo que ese día se van a dar un susto de muerte.