TRIBUNA
Morir por la cara
HAY MIL FORMAS gratuitas de morir. Hacerlo con un tiro a quemarropa entre los ojos es, evidentemente, por la cara, se mire en sentido estricto, en términos figurados o desde una perspectiva estrictamente mercantil. Así de sencillo y atroz. En realidad, llegado el caso, lo terrible no es tanto la muerte en sí, como el hecho de perder la vida sin que haya motivo ni razón, de balde, sin tan siquiera comprender el porqué de las cosas. Hace unos días desayunamos con la doliente noticia del asesinato de un modesto guarda de seguridad que prestaba servicio nocturno en un incipiente polígono industrial de las afueras de Madrid. El vigilante, que no portaba armas de fuego, trataba de impedir con gesticulaciones y a voz en grito el robo en una solitaria nave a su cargo. Cuando tuvo delante a los tres asaltantes de origen caucásico, a los que pretendía disuadir con el casi siempre infecundo poder de la palabra, uno de ellos le descerrajó inopinadamente un tiro en el rostro. 750 euros al mes, más unas pocas horas extras y un uniforme azul marino talla XL eran la escala soldada por la que se dejó sacrificar este leal guardián del negocio ajeno. El valor, como los demás impulsos y virtudes, debe tener sus límites razonables; lo contrario es temeridad, una forma de imprudencia involuntaria que cuando tiene éxito cambia de nombre y pasa a llamarse heroísmo, escasa cualidad a caballo entre el elogio y el reproche. Los ladrones podían haberse evadido con la tranquilidad que da la superioridad numérica, la furgoneta con el motor en marcha y las parabellum . Sin embargo, le mataron gratuitamente, por la cara, por simple placer o incontinencia. También es posible que para el vigilante, quizá una persona de naturaleza bonancible, todo el mundo fuera su familia y no calibrara el nivel real de riesgo que corría. El curso pasado había dejado aparcados sus estudios en la facultad de derecho y estaba preparando la oposición para la policía. El turno de noche le permitía empollar los temarios a conciencia; por el día acudía a una academia. Muchos profesionales de la seguridad privada pasan por ese mismo trámite, camino de la menos inestable función pública. Históricamente se ha dicho que quien toma la espada puede perecer por la espada. Pero quien no la coge, o la suelta, tiene infinitas posibilidades de perecer en la cruz. Es decir, ¿hubiera muerto el guarda en caso de disponer de algún tipo de arma para defenderse o ahuyentar a los delincuentes? Es imposible saberlo. Quizá sí, o quizá no. Ante un asesino inclemente todo resulta impredecible, pero una cosa es cierta como la vida misma, ese vigilante era un corderito atado a un palo en medio de un monte plagado de lobos esteparios. Carecía de un sistema eficaz de comunicación con su central o la policía, tampoco gozaba de apoyo inmediato y su instrucción operativa no era óptima. Había sido reclutado por una pequeña compañía bajo criterios de abaratamiento de costes; la categoría alegal y amoral de guarda, de menor consistencia que la de vigilante de seguridad, reduce los precios, los legalismos y las cotizaciones. Desde las organizaciones policiales y también desde el propio Ministerio del Interior se ha venido abogando porque los vigilantes jurados o de seguridad no porten armas de fuego, excepto en aquellos servicios que entrañen un riesgo cierto y tangible; entre otros, los transporte de caudales, la custodia de entidades bancarias y centros oficiales, las actividades peligrosas y por supuesto los servicios nocturnos individuales en zonas aisladas. No es lógico que un vigilante exhiba el revólver en una discoteca, en un restaurante, en una tienda, en un cine o en un transporte colectivo. En consecuencia, un sencillo y entusiasta guarda sin recursos ni formación no debía, bajo ningún concepto, proteger por la noche en esas condiciones una industria alejada de la civilización. Es de esperar que los autores del crimen paguen tarde o temprano por ello. No nos cabe duda que la ley caerá sobre sus espaldas. Nadie parece escandalizarse, sin embargo, por las mezquinas circunstancias profesionales que precipitaron una tragedia anunciada. El tema tiene todas las trazas de quedarse en un compasivo y trillado capítulo de siniestralidad laboral con indemnización. Y es que en estos casos suele resultar más fácil ser caritativo que justo. «Morirás estrenando soles nuevos», nos señala el poeta Victoriano Crémer en unos versos sublimes. Mañana, como de costumbre, saldrá otra vez el sol por el Este. Mañana o pasado o al siguiente día, algún joven ocupará el puesto del guarda fallecido. El mundo no puede pararse y, a pesar del chascarrillo inconformista, tampoco nadie puede apearse en vida de él. Lo cruel del asunto es que también mañana, si la voracidad dolosa e imprudente de los responsables del sector continúa, ese muchacho recién incorporado al trabajo, u otro en cualquier parte, incluido León, estará tan precario, tan desabrigado y al borde del precipicio como el anterior. Todo por el parné. Todo por la cara. Nada con ética ni rigor. Vox clamatis in deserto.