Sonría después de haber temblado

COMO las guerras, las campañas antitabaco están resultando, además de crueles, inútiles. La estadística asegura que fuma más gente de la que lo hacía antes de decirle que no debía hacerlo. Los letreros macabros en forma de esquela parece que son contraproducentes y son muchos los que creen que es su lectura lo que puede acortar la vida, ya que el tétrico mensaje contiene benceno, nitrosaminas, formaldehído y cianuro de hidrógeno, además del veneno supremo, que es la hipocresía. El hecho de que no haya descendido el número de los fumadores, sino al contrario, debiera hacerles pensar a los que promovieron la feroz campaña, pero quizá eso de pensar no esté a su alcance. Pensar es imaginar, considerar o discurrir. También, y quizá sobre todo, es reflexionar y examinar con cuidado una cosa para formar dictamen. Los fumadores hemos reflexionado mucho, por el contrario, ya que un cigarrillo ayuda. Todos los que profesamos ese vicio sabemos que perjudica la salud o, por lo menos, que no la favorece. Estamos dispuestos incluso a conceder que el tabaco sea el enemigo público número uno, pero a condición de que admitan que el enemigo público número dos son los siniestros pelmazos que nos amedrentan al mismo tiempo que hacen negocio. Que asusten a su padre, previa investigación. Se han equivocado de estrategia y a estas alturas está claro que no es el sistema el de los mensajes espeluznantes. Si acaso consiguen que se vendan más pitilleras. Tampoco será un buen método el de las fotos con enfermos echando el bofe. Esas cosas nos hacen sonreír después de haber temblado, pero han conseguido cabrear hasta a los estanqueros. Ahora amenazan también con dejar de vender sellos de «mojar y pegar». Los tienen con la lengua fuera o bien pasándolos por el césped redondo de la esponja. Hay que tener mucha vergüenza torera para pegar tantos sellos. Los estanqueros -hay 16.000 en España- no están para eso.