EN BLANCO
Exorcismos
LOS DESAIRES de la suerte se han cebado con el pobre Torrance Cantrell, un niño negro de 8 años y afectado de autismo que, desgraciadamente, no va a llegar a su próxima onomástica porque un batido de fanatismos cerriles y estúpidas supercherías ha terminado con su joven vida. Su madre Patricia Cooper, una mujer cuyo coeficiente de inteligencia no alcanza ni de lejos al de Einstein, pretendió sacarle de dentro lo que creía un hechizo a base de golpes de rezo y catecismo, con el único resultado práctico de hacerle saltar de la sartén para caer en las brasas. Como desconfiaba de los exorcismos habituales, los averiados genes de doña Patricia decidieron que su hijo debía someterse a la cruzada de purificación ideada en uno de eses engendros religiosos que tanto gustan a los americanos, llamado en este caso la Iglesia de la Fe Apostólica. Así que el obispo David Hemphill puso ojos de tormenta y, guiado por una ofuscación idiotizante, prescribió una tremenda cura que, por decirlo suavemente, podría calificarse como todo un Misterium tremens. Poniendo la porra al servicio de la salud, dispuso una coreografía del espanto que llegaba a su punto álgido cuando el indefenso Torrance, atado de pies y manos con unas sábanas, era molido a palos con un cinturón que, según la Biblia, sería el instrumento elegido por Dios para extraer su mal. Lógicamente, el niño no ha sobrevivido a dosis tan letales de familia, combinadas con las pérfidas mañas de un ogro que se presentaba a sí mismo como una especie de exorcista del seguro. Ahora Torrance reposa en la tumba, esa Villaquieta que será el último refugio para todos nosotros, mientras su madre y el obispo rinden cuentas ante un atónito juez que no sabe si tiene en el banquillo a Bonnie y Clyde o al dúo Sacapuntas.