BURRO AMENAZADO
Bonguilandia
LAS TORMENTAS de agosto pronosticaban gran temporada setera que la calorina de septiembre cortó en seco. Ha llovido fuerte y el escuadrón de cestas, barcas de madera y bolsas de plástico, en manos de ansiosos recolectores, aguarda impaciente el despertar de níscalos y hongos entre la pinocha, la eclosión de setas de cardo, senderinas y champiñones en los eriales, los mazos de setas de chopo y las fritangas rebozadas de matacandelas. No habrá rincón sin buscadores, por lo general demasiado ávidos, de las delicias micológicas que produce León, desde la yema de huevo al rebozuelo o el tardío, pringoso, pié azul. Es tiempo de sobresalto para Arsenio Terrón, Basilio Llamas, e incluso el rector Ángel Penas, botánicos presas de pánico y sudores fríos al observar el número de pardillos insensatos que acopian, junto a lo comible, arsenales de coprinos antialcohólicos, boletos de Satanás, pérfidas y oronjas mortales. Mientras el despiste acarree cagalera y no termine en urgencias hospitalarias, o peor aún, en caja de pino, receptora de degustadores -estilo Arguiñano- de tortilla de amanita faloides: todos contentos. Más que este paisaje micobuscón y de fogones, aprecio la fama de León como destino de imaginativos personajes, unidos a la ensoñación en pos de los bonguis, minúsculos sombrerillos que, en extraños corros de brujas, habitan pastizales húmedos de puerto. La ingesta de estos alucinógenos psilocybes hace las delicias de aspirantes a chamanes, adictos a farmacopea naturomágica, despistados tribales, jipis, pastilleros, nigromantes e intelectuales partidarios de vuelos sin motor. El colocón optimista desata euforias: el mielero de Poibueno, embonguillado, recorrió en calzoncillos, a cuatro patas, mutado en jabalí, un encinar con zarzales, y, cuando surgió de la espesura, ensangrentado, creyeron que Jesucristo se acercaba a recorrer el Camino de Santiago. Bonguilandia, antaño llamada León, consolida su desarrollo sostenible.