TRIBUNA
Recuerda que eres hombre
RECUERDA que eres hombre; recuerda que eres mortal». Aseguran los historiadores de la época que era costumbre admitida que un esclavo le musitara con humildad estas palabras amonestadoras al oído del glorioso césar o general que subido a una cuádriga entraba triunfante con sus legiones invictas en la metrópoli romana, mientras el fiel sirviente sujetaba erguido la augusta corona de laurel sobre la cabeza pletórica del héroe aclamado por las masas enfervorecidas del imperio. Lo que no revelan los clásicos tan claramente es si tras el baño de multitudes, el encumbrado se tomaba en serio el consejo del cautivo o, por el contrario, lo festejaba con los excesos y bacanales de sexo, circo y excentricidades propias de aquellos días. Con el poder totalitario e infinito hasta un necio era y es capaz de gobernar sin dilemas. La tendencia natural del género humano al abuso ha sido una constante desde su aparición misma sobre la corteza terrestre. Se afirma que en numerosas ocasiones el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Mi teoría, sin embargo, es mucho más escueta y deplorable: llegado el caso, el poder no es el que corrompe, sino el que desenmascara. Nada bueno se puede esperar de una persona ambiciosa o con el estómago vacío. La ambición y la venganza, por definición, siempre tienen hambre, siempre, nunca se agotan. ¿Qué ha podido cambiar hoy en el ejercicio del poder con respecto a otros tiempos? Apenas las formas y poco más. Cierto es que el respeto a la vida goza de un mayor compromiso, pero no es menos cierto que conductas delirantes y megalómanas siguen existiendo entre la clase política. No es necesario irse a Washington, a Oriente Medio, a los Balcanes o al Continente africano para encontrar individuos que se creen tocados por la mano de los dioses. En España sufrimos una notable lista de hombres públicos cuyo ego y despotismo rozan el piloto rojo del frenesí y el diván del terapeuta. Tenemos un país con imperecederos depositarios de poder y autoridad esperando agazapados su oportunidad de oro. Y lo peor es que los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia encubierta. La codicia sin límites es, sin duda, el estiércol de la gloria bastarda. Comportamientos autocráticos como designar a tu propio sucesor en el cargo do creer que tus actos únicamente pueden ser juzgados por la historia o por Dios también se dan en sistemas democráticos. Ejemplos abundan. Todavía es posible incorporarse, o que te incorporen, sin grandes contrariedades al carro belicista de una guerra extraña e impropia como en tiempos hacían los señores feudales con sus mesnadas. Los mesías de los nacionalismos excluyentes transitan indemnes por esa misma senda delirante donde el fin pretende justificar los medios. Cuanto mayor es el mandato, mayor suele ser la iniquidad. Es evidente que resulta más fácil perdonar el error que la prepotencia alevosa. En la década pasada se le concedió a Samuel Ruiz, obispo mejicano de Chiapas, el premio Derechos Humanos, otorgado por la prestigiosa Asociación Pro-Derechos Humanos de España. El acto solemne se celebró en un conocido hotel de Madrid. El prelado acudió con algunos colaboradores de la diócesis azteca, incluido su joven vicario español. Se respiraba teología de la liberación por los cuatro costados de aquellos salones con aire renacentista. En un momento de la ceremonia alguien nos presentó. Después de saludarle le felicité por el merecido galardón. «Me han dicho que usted forma parte del jurado que me ha premiado y que escribe novelas policíacas», me indicó con un tono directo y amable. El comentario me sorprendió por lo inesperado. Le expliqué con brevedad la cuestión y los laberintos editoriales del género negro en España; luego nos aproximamos con los demás invitados a la mesa de los tentempiés. Nos pidió que le mandáramos periódicos y revistas a través de la secretaría de prensa de la asociación. Por amigos comunes supe que posteriormente un grupo de policías uniformados, al frente de un comisario político local, intentaron matarle a tiros mientras oficiaba una misa en la catedral de San Cristóbal de las Casas. Salvó la vida tirándose al suelo con sus fieles. Pasaron algunos años y un día luminoso de mediados de junio me llamaron de la oficina de Madrid; había llegado, según me indicaron, un importante mensaje para mí. El texto decía: «Estimado señor, le felicito por su candidatura al Parlamento Europeo. Simplemente recuerde que es hombre y que uno recoge lo que siembra. Le deseo lo mejor. Firmado, Samuel Ruiz». No miento en absoluto si afirmo que hasta la fecha no tengo atesorado en la memoria mayor lección de humildad. Dicho queda. Memento home es; memento mori es.