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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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LLEGÓ Savater, tarde y relampagueante, y los salones de actos de la ciudad acogieron oyentes por los pasillos como no se veía desde la lejana tarde con Aranguren que ya nadie recuerda. Habló Sabater, breve y docto, y salía el público a buscar un ejemplar de El miedo a la libertad , polvoriento en el anaquel de la librería donde se guardan los libros que ya no leemos pero de los que no nos desprendemos porque en ellos sigue habitando el tiempo en el que no sólo queríamos cambiar el mundo sino que estábamos convencidos de poder hacerlo. Ahora nos conformamos con que el mundo no nos cambie en exceso y una dosis de Erich Fromm, el hombre que dejó a Dios por el psicoanálisis y reconcilió a Freud con Marx, puede deshacer el placentero caos en el que nos hemos instalado. El caso es que llegó el filósofo que ama los caballos justo cuando acabábamos de digerir el consejo del Dalai Lama y nos habíamos puesto, como quien ve crecer tomates, a cultivar nuestras emociones para gozar de buena salud, que dice el hombre santo que los que no se quitan el yo y el mío de la boca tienen más riesgo de infarto que un fumador compulsivo. Y el hombre amenazado de muerte por decir lo que piensa nos recordó la molestia que supone ser libre, los inconvenientes del esfuerzo de tomar decisiones. Y eso fue poco antes de que escucháramos la sentencia de Javier Marías: «Si un articulista no dice lo que opina, aunque sean sandeces, no tiene sentido escribir». Y en ese extraño encadenamiento de sucesos iba yo pensando cuando me cuentan las quejas de los amigos (en lo que digan los enemigos, mejor no pensar) por lo que uno opina y entonces me acuerdo de la frase favorita de mi abuelo, que no era filósofo, ni santo, ni intelectual: «Tanto remar, para morir en la orilla».