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Publicado por
JAVIER ALONSO BENITO
León

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COMO ES sabido, en todas las guerras hay víctimas inocentes, una máxima irrefutable por muchas vueltas que se le pretenda dar. La guerra que España estaba librando con Francia a principios del siglo XIX no fue una excepción en lo que se refiere a bajas civiles y otras pérdidas importantes como, por ejemplo, las obras de arte. Cuando un país pierde objetos artísticos le está siendo arrebatada parte de su historia y su conciencia social. Sin pretender hacer una equivalencia con lo que suponen las pérdidas humanas, sí hay que decir que la esencia social inherente en los objetos artísticos, con su desaparición, nos deja huérfanos de una parte de nuestra cultura, un aspecto que siempre nos pertenecerá por derecho propio aunque no tengamos nada más, y, dicho sea de paso, cultura es lo que más hace falta en este país. En la guerra con Francia se cometieron grandes atrocidades contra el patrimonio artístico español, pero estas barbaries no fueron llevadas a cabo únicamente por la rapiña de las tropas francesas ya que también desde el gobierno c entral de nuestro país se urdieron y desarrollaron atentados contra las joyas de nuestra memoria cultural que aun hoy nos siguen sorprendiendo. En León tenemos una buena muestra de cómo los señores soldados del ejército español, inducidos por los altos mandos militares y soberanos, el 21 de septiembre de 1809 se fueron llevando de la Catedral nada más y nada menos que veintidós cajones repletos con todos los objetos de plata que pudieron «mangonear» del inmenso tesoro que por entonces custodiaba la Iglesia Mayor de esta ciudad. Lo de «mangonear» tiene su explicación, dado que no se me ocurre otra palabra más adecuada para describir el burocrático proceso por medio del cual la corona española se adueñó de los objetos de plata sagrados que había en la sede leonesa con el propósito de fundirlos y transformarlos en moneda que serviría para pagar los costes de las armas y los sospechosos sueldos del ejercito. Todo comenzó con una misiva que, al parecer, la Junta Suprema de Gobierno envió a los templos situados en el radio de acción de las tropas invasoras por medio de la cual se les rogaba que, para evitar que la furia sacrílega de los franceses se colmara con los bienes patrimoniales españoles, les entregasen a ellos las piezas de plata que no fueran indispensables para la celebración del culto. En poco tiempo, no sabemos si con la intención de meterles el miedo en el cuerpo, aquella petición se tornó en una orden por la que expresamente se obligaba a los capitulares de León a entregar sin rechistar todas sus piezas de plata, para que fuesen amonedadas en Cádiz, bajo la amenaza de graves castigos. Contra una orden taxativa del ejercito son pocos los recursos de diálogo que se pueden esgrimir, menos aun durante el siglo XIX, en periodo de guerra y en la atemorizada situación en la que se encontraban los canónigos de la Catedral amenazados por el peligro real que suponía el ejercito francés y las técnicas intimidatorias de la Corona española. El caso es que aquel día de septiembre las joyas artísticas que siglos antes habían sido labradas con primor por los Arfe y otros plateros leoneses de más o menos prestigio, salieron hacia Gijón en veintidós cajones de madera desvencijados y supurantes de miedo por el sacrilegio que contra las maravillas que contenían se estaba cometiendo. Aquí se acaba la primera parte de la historia dado que nunca jamás nadie afirmó saber qué fue lo que en realidad ocurrió con las principales piezas del tesoro catedralicio. Una de las preguntas que surgen es por qué se llevaron unas piezas y dejaron otras. Esto es, en la Catedral existen en torno a unas ochenta piezas que se pueden datar en fechas anteriores a 1809 y que gracias a los inventarios antiguos, se sabe que estaban en el templo. Cuáles serían las razones reales que indujeron a los miembros del ejército a llevarse las piezas de mayor valor artístico en vez de otras que, con una cantidad de material similar, tras su paso por el crisol justiciero de Cádiz, les hubiera reportado prácticamente la misma cantidad de monedas, si es que era eso lo que en realidad querían. La custodia pesaba mucho, pero tenía el alma de hierro y no tanta plata como cabría esperar, lo mismo que las andas, una gran estructura de madera forrada por unas planchas de plata relativamente delgadas. ¿Y el cáliz rico de Enrique de Arfe?, podían haberse llevado cuatro cálices menos valiosos de los siglos XVII y XVIII de aquellos que quedaron y sacar mas plata de ellos. Son preguntas sin respuesta que provocan al fantasma de la sospecha. Por supuesto, el mismo día que las piezas abandonaron la Catedral los capitulares ya las estaban demandando de nuevo al gobierno central pero, señoras y señores, aquellos objetos habían iniciado su calvario particular sin retorno y no existía un freno lo suficientemente poderoso para evitar su terrible desenlace. Con el paso del tiempo los canónigos, cansados de enviarles cartas a los altos poderes patrios, empezaron a investigar por su cuenta preguntando a los responsables de otras catedrales y ciudades por las que había pasado el cargamento, pero nadie sabía nada de las piezas de León, ni siquiera en Cádiz tenían constancia de que hubieran llegado a la ciudad aquellas obras de arte. La Catedral de León, traicionada por el poder militar de su propio país que juraba luchar «en nombre de Dios», había sido expoliada y sus responsables engañados. La plata sagrada, que no sabemos dónde llegó a fundirse, se había convertido en balas, cañones, espadas y fusiles y aunque, al contrario de los que algunos nos intentan hacer ver, no hay ninguna «guerra santa», la nuestra contra los franceses tuvo un puntillo de «sagrada». Hoy en día, qué contradicciones, nos preguntamos qué hubiera ocurrido si los franceses se hubieran llevado aquellos veintidós cajones. Quizá aún podríamos hacerles alguna visita de vez en cuando a las grandes piezas que en el siglo XVI realizaron para la catedral Enrique y Antonio de Arfe, aunque para ello nos tuviéramos que trasladar al museo del Louvre. Entonces podríamos seguir diciendo: «esta es nuestra custodia, la que estuvo en León durante trescientos años, la que fue elogiada como la mejor pieza de orfebrería de todo el Reino de España». Y quizás, en un determinado momento, los buenos de los franceses nos la llegasen a ceder para organizar alguna exposición, eso sí, siempre que fuese temporal.

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