TRIBUNA
¿Conviene despenalizar las drogas?
VIVIMOS en una sociedad deshumanizada y competitiva que a veces nos empuja con frialdad a los brazos del desamor, la amargura, el desconsuelo y las adicciones. En esos casos las drogas se manifiestan erróneamente como una dependencia del alma. Pronunciarse por tanto sobre su hipotética legalización no es sencillo si se efectúa con sentido común, que ya se sabe que a menudo es el menos común de los sentidos. Lo que sí es fácil pregonar alto y claro es que lo más aconsejable, al margen de las respetables teorías sobre la conveniencia o no de despenalizar la producción y consumo de alguna o de todas ellas, es llevar un estilo de vida saludable y, claro está, rechazar de plano el consumo de cualquier tipo de droga, incluidas las de uso cotidiano donde se puede observar un precinto arancelario y monopolizador, presidido por el escudo constitucional. A estas alturas del drama de las drogodependencias hay que abordar la siniestra vertiente del tráfico ilícito sin sutilezas ni concesiones. Es preciso robustecer la legislación para que intensifique, si fuera necesario, el reproche social y penal de cara a las grandes redes del narcotráfico y el blanqueo de dinero. En especial la orientada a neutralizar coercitivamente la actividad de las organizaciones mafiosas que mueven toneladas y las personas que facilitan sustancias estupefacientes y psicotrópicas a menores, o las difunden en recintos docentes y en grandes colectivos (centros penitenciarios, hospitales, cuarteles, etc.), sin olvidar aquellas otras que suministran la droga a los toxicómanos sometidos a tratamiento de deshabituación. En nuestro país mueren anualmente cerca de 8.000 drogodependientes, de los que casi 1.500 lo son como consecuencia directa de la mal llamada sobredosis. Un hecho que no es tal, puesto que en la práctica diaria se trata de un simple envenenamiento con sustancias adulterantes inadecuadas, que cualquiera de las 41.000 personas detenidas el año pasado en España por delitos relacionados contra la salud pública pudo añadir para acrecentar ese lucro bastardo. Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, existen 900.000 alcohólicos crónicos de los cuales perecen 11.000 al año. La estadística de fallecimientos que durante ese mismo periodo arroja el tabaco raya también el delirio incongruente. Abel Paz lo describe con acierto cuando advierte que el uso de la droga revela que el hombre no es un ser natural: al igual que la sed, el hambre, el sueño y el placer sexual, sufre de nostalgia del infinito sin encontrarlo nunca. Es evidente que tanto en nuestro país como en el resto de la Unión Europea hay que agudizar las respuestas en lo tocante al tráfico ilícito y a la comunidad drogodependiente. El conjunto de la sociedad y en especial los sectores más comprometidos deben (debemos) aportar ideas imaginativas para detener esta lacra que nos carcome y que, con posturas ambiguas, demagógicas y faltas de rigor y compromiso, no hacen sino dilatar el problema en el tiempo y acrecentar el dolor de los enfermos toxicómanos, que a fin de cuentas son los auténticos perdedores. Puede pensar no obstante el lector que estoy hurtándole mi pronunciamiento sobre el viejo dilema de si es adecuado o no la legalización de las drogas. O quizá que el título del artículo esté redactado capciosamente con el único propósito de recabar la atención del respetable sin que el texto transite por esos derroteros. En absoluto. Hace años que mi opinión es conocida. Ambas posturas son válidas para luchar contra esta calamidad inconmensurable. Las dos posiciones tienen, como todo, su parte positiva y su lado negativo. Resulta razonable pensar que la despenalización y libre comercio evitaría el narcotráfico, si bien habría que plantear la operación a nivel internacional por obvias razones de efectividad; pero, ¿remediaría de verdad el incremento del consumo adictivo e irreparable de sustancias destructivas y letales? En el frontispicio de uno de mis libros sobre las drogas escribí hace una década a modo de sentencia, que todas las pasiones son buenas cuando uno es dueño de ellas, pero todas son inmensamente malas cuando nos esclavizan. En cualquier caso, proclamar una vez más, la triste, cotidiana y dolorosa realidad: la droga siempre esclaviza. Siempre. Y además, mata. Ad initio et aeterno.