EL RINCÓN
La serenidad de los jefes de Estado
LA SERENIDAD de los jefes de Estado es proverbial: saben que sus equivocaciones las pagan siempre los gobernados. Eso les proporciona el equilibrio necesario para cumplir su alta misión sin que les tiemble el pulso, salvo en los casos de que les aqueje el Parkinson. Errores los comete todo el mundo -Luis Cernuda habló del mayor de ellos, «el error de estar vivo»- pero los errores de las personas normales, o sea, las que no influyen más que en su destino y en el de sus familiares más cercanos, tienen escasa trascendencia. Lo grave es cuando se equivocan los conductores de los pueblos, porque hacen descarrilar la Historia. Aznar ha reconocido errores, así en plural, en la postguerra de Irak. No en la guerra, sin la cual no se hubieran producido éstos. En su autorizada opinión la guerra fue magnífica y lo que deja mucho que desear es la victoria. Su peculiar ministra de Exteriores, Ana Palacio, ha ido más lejos al asegurar que la vida hoy en Bagdad «es peor que con Sadam Husein». Hay que preguntarse para qué han servido tantos y tantos muertos, aparte de para abono. Es justo reconocer que tiene mucho mérito confesar los errores, pero sería más meritorio no cometerlos. De humanos es equivocarse, pero es inhumano que las equivocaciones cuesten vidas. Ahora resulta que en Irak están peor que antes de ser invadidos, con la excusa petrolera de que tenían arsenales de armas de destrucción masiva. No se ha encontrado ni un modesto polvorín de esos que tienen un letrero en la puerta diciendo «Se prohíbe fumar». La guerra ha sido inútil y la postguerra está siendo interminable. Los moralistas, que en general son un poco pelmazos, nos advierten de que la vergüenza de confesar el primer error hace cometer muchos más. ¿Qué importa que ahora digan que han metido la pata después de habérsela hecho estirar a tanta gente? La única solución es que le den una medalla a Sadam, como ha hecho Esperanza Aguirre con Gallardón, y olvidar todas las desavenencias.