Diario de León
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LUIS DEL VAL
León

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LA PRIMERA vez que me entrevisté con Chicho Ibáñez Serrador, le pregunté por Apolonio --que era el nombre de la calle donde tenía su despacho entonces- y me contó que era un vigilante, cumplidor de su deber, hombre probo, al que su dedicación a los vecinos fue recompensada por el municipio madrileño con la dedicación de una calle. Me pregunté entonces cuántos abogados, médicos, gestores, sabrían la historia del nombre de la calle donde se domiciliaban sus consultorios o despachos en Madrid. Chicho sí porque es único. Antes de cumplir los veinte años escribió una obra de teatro de tanto éxito que todavía se representa con igual éxito en la actualidad. Apenas cumplidos los veinte dirigía programas de televisión en Buenos Aires, y, antes de que los estudios de audiencia se convirtieran en los déspotas de la televisión , ya tenía la astucia de aguardar a que la competencia comenzara a emitir sus anuncios para ordenar, en ese momento, la careta de presentación de su programa. Chicho sólo ha fracasado en el intento de que yo me tiña la barba, y es de las pocas personas de acusada inteligencia que conozco, que no ha renunciado ni a una pizca de su bondad, ni a una migaja de esa ilusión que insta a los hombres a los grandes descubrimientos y a ser medianamente felices. A Chicho le han dado el Premio Ondas por sus triunfos en la televisión, pero su voz y su creatividad son tremendamente radiofónicas, o, rectifico: tradicionales. Chicho es el hombre que comienza a narrar una historia y posee la magia del cuenta cuentos, las artes del Homero ciego que ilumina con imágenes, vívidas y coloristas, la historia de Ulises. Cierro los ojos y escucho a Chicho, su cadencia, sus pausas, el sabio manejo de los silencios, y ya sé que voy a escuchar una historia. Tiene la maestría de Pepita Serrador y los recursos de Narciso Ibáñez Menta. Es Chicho.

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