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TRIBUNA

Veinticinco años después: ¿Reformar la Constitución?

Publicado por
MIGUEL ÁNGEL ALEGRE MARTÍNEZ
León

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EL 25º aniversario de la Constitución de 1978, que celebramos mañana, 6 de diciembre, es una de esas efemérides que suelen servir para estimular la reflexión y reavivar el debate, siempre latente, sobre la conveniencia o no de introducir reformas en el texto constitucional. Es sabido que, aunque las constituciones nacen con vocación de estabilidad, ello no significa que se elaboren con pretensiones de validez perpetua, sino que será necesaria su paulatina adaptación a los nuevos tiempos. Puede ocurrir que, quien deba interpretar la Constitución a la hora de aplicarla, vaya adecuando el texto a las nuevas situaciones, o que por vía de la costumbre se consoliden cambios que no lleven consigo la alteración del mismo -lo que se conoce como mutaciones constitucionales-. Pero esas modificaciones pueden producirse también mediante los mecanismos de reforma previstos en la práctica totalidad de las constituciones actuales, los cuales serán más o menos difíciles de llevar a cabo en función del mayor o menor grado de rigidez que el respectivo poder constituyente haya creído oportuno establecer, precisamente, como mecanismo de defensa de su estabilidad -necesaria entre otras cosas para forjar en los ciudadanos un deseable sentimiento constitucional-. Por ello, creemos un tanto exageradas las palabras de Thouret, que, en el contexto de la Revolución francesa, afirmaba que la Constitución «debe concebirse, como logro definitivo del espíritu humano, otorgada para siempre»; e incluso las que suele citar el profesor Jiménez de Parga, en el sentido de que las constituciones deben ser tocadas «rara vez y con mano temblorosa». Más bien, parece lógico compartir lo que ya podía leerse en el artículo 28 de la Constitución francesa de 1793: «Un pueblo siempre tiene el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede sujetar a sus leyes a las generaciones futuras». Para lograr el equilibrio que haga compatible este derecho con la necesaria estabilidad, en cualquier reforma constitucional debe concurrir, en nuestra opinión, el doble requisito de -por este orden- su necesidad y su oportunidad o conveniencia política; traduciéndose esto último en la existencia de un imprescindible consenso o acuerdo básico, no sólo sobre la necesidad, sino también sobre, al menos, las líneas u orientaciones básicas que debe seguir su contenido. Compartimos, pues, respecto de nuestra norma fundamental, la llamada «Declaración de Gredos», suscrita el pasado 7 de octubre por los siete miembros de la Ponencia Constitucional del Congreso, reunidos en el Parador Nacional de Gredos con ocasión del aniversario: afirmaron allí los «padres de la Constitución» que «las eventuales reformas del texto constitucional que el futuro pueda aconsejar deben acomodarse a las reglas del juego que la propia Constitución establece; y abordarse con idéntico o mayor consenso al que presidió su elaboración». Dicho esto, no estará de más preguntarse -aunque sólo sea como mero ejercicio de reflexión teórica, ya que el panorama político actual nos ofrece por sí mismo la respuesta- si, a día de hoy, se dan las condiciones mencionadas para afrontar en España una reforma constitucional. Y en este punto se hace necesario distinguir: - En determinados temas que tradicionalmente se vienen apuntando como objetivos de una posible reforma -potenciación del Senado como cámara territorial, correcciones y mejoras en nuestro sistema electoral, impulso y regeneración de la vida democrática-, no se detecta en este momento un acuerdo en torno a la necesidad de la reforma de la Carta Magna. Más bien, entre buena parte de los constitucionalistas y de los representantes políticos, existe la convicción, a la que nos adherimos, de que esos objetivos pueden lograrse sin tocar la Constitución, mediante las oportunas reformas legales y/o reglamentarias. - Un aspecto en el que existe mayor grado de coincidencia, tiene que ver con la necesidad de incorporar a la Carta Magna la mención expresa de nuestra pertenencia a la Unión Europea. Sin embargo, faltaría aquí la condición de la oportunidad: de no haber modificado la Constitución hasta ahora -excepción hecha de la mínima reforma del artículo 13.2 en relación con el derecho pasivo de los extranjeros en elecciones municipales, que se llevó a cabo en 1992 como requisito necesario para la ratificación del Tratado de Maastricht-, parece conveniente esperar un poco más, hasta ver en qué queda el peculiar proceso constituyente abierto en la Unión Europea. - También se ha hablado en estos días de la reforma del orden sucesorio de la Corona, eliminando la preferencia del varón sobre la mujer a igual grado de parentesco. Para ello sí sería necesario alterar la letra de la Constitución -concretamente, su artículo 57.1-, logrando así la plena coherencia con el principio de igualdad formulado en el artículo 14. Sin embargo, no se percibe el suficiente grado de consenso, ni sobre la necesidad, ni sobre la oportunidad en este momento de dicha reforma. - Pero, sin duda, el aspecto de más difícil solución es el relacionado con el marco territorial autonómico diseñado en el Título VIII de la Constitución. Es de sobra conocido que la complejidad y el carácter abierto de dicho Título, así como los avatares de su desarrollo estatutario y evolución posterior, han convertido al Estado de las Autonomías en objeto preferente de atención y protagonismo durante estos veinticinco años. Los acontecimientos de las últimas semanas -plan Ibarretxe en el País Vasco, resultados de las elecciones catalanas del dieciséis de noviembre-, fruto a su vez de situaciones que vienen de mucho más atrás, sirven para constatar que el modelo autonómico plasmado en la Constitución ya no resulta satisfactorio para sectores significativos de la clase política y el electorado de, al menos, esas dos comunidades autónomas. Lógicamente, ello no significa que exista acuerdo sobre la necesidad de la reforma constitucional, y seguramente mucho menos sobre el contenido, puesto que hay otras fuerzas políticas no menos significativas, junto con sus respectivos electores, que sí se encuentran a gusto dentro del vigente marco constitucional. Pero, tal como están las cosas, tampoco puede afirmarse que exista en este momento el consenso que en 1978 hizo posible el buen fin del proceso constituyente. Quiebra, por tanto, el consenso sobre el actual modelo, y parece ciertamente lejano el acuerdo sobre un modelo alternativo. Esto último nos pone en condiciones de afirmar que no existe, tampoco en este punto, la conveniencia u oportunidad política de emprender ahora una reforma constitucional. Aunque esa operación se considerara necesaria, la escasa fortaleza del sistema democrático no parece suficiente como para afrontarla con éxito. Sin duda, con esa fragilidad de nuestra democracia tiene mucho que ver el papel desempeñado por los partidos políticos, pilares fundamentales de la misma según el artículo 6 de la Constitución, pero que, sobre todo en los últimos tiempos, han demostrado estar a una altura muy inferior a la de las circunstancias. Pongamos aquí el ejemplo de los dos partidos mayoritarios a nivel estatal: uno de ellos se encuentra inmerso en la actitud demagógica de decir a cada uno lo que quiere oír con tal de arañar un puñado de votos, y pactar después con quien sea a fin de alcanzar poder a toda costa, en un desesperado intento de maquillar su alarmante situación de vacío e inconsistencia; el otro, persiste en su actitud de volver la cara hacia otro lado, intentando hacernos creer que aquí no pasa nada, y que el consenso de 1978 está poco menos que intacto. Sea como fuere, y en conclusión, creemos que, hoy por hoy el grado de consenso en torno al modelo de 1978 es mayor que el hipotético acuerdo sobre el contenido y alcance de su revisión, y por ello no nos parece conveniente que se emprenda una reforma constitucional en las actuales circunstancias. Tampoco lo sería si hubiera acuerdo en la necesidad, pero faltara respecto del contenido. Las próximas elecciones generales, previstas para marzo de 2004 deberían servir para despejar el horizonte político y fortalecer el sistema democrático.