LA VELETA
El experimento de Cataluña
CATALUÑA es, de hecho, un estado dentro del Estado. Todavía falta por eliminar complejos. Me lo decía un ministro mexicano, buen conocedor de España, cuando me relató una anécdota del aeropuerto del Distrito Federal: un grupo de empresarios catalanes, al rellenar el formulario de inmigración para entrar en el país, escribieron: «país de origen: Cataluña». El funcionario mexicano les pidió el pasaporte al no entender la respuesta. Cuando vio el documento oficial español les espetó: «¿Y esto?». «Es que Cataluña es una nación que todavía está dentro de España», contestó el portavoz del grupo. «Pues, déjense de pendajadas -les aconsejó el funcionario- y pónganlo muy clarito para que no haya problemas». Es ya tiempo de que las viejas reyertas territoriales establecidas en el siglo XIX dejen paso a una estructuración del estado que configure una España sin complejos en la que los nacionalistas no tengan necesidad de demostrarlo cada día, sólo porque la vieja España centralista ya no tiene sitio. El experimento catalán de un gobierno de izquierdas catalanista puede ser la primera piedra de una configuración de las relaciones entre el centro y la periferia que se acomoden a la realidad del siglo XXI: una Unión Europea que en su crecimiento ha descolocado los viejos conceptos de soberanía política y las estructuraciones de las viejas sociedades del estado-nación. Es fundamental que para el bien de todos, y sobre todo del experimento catalán, que nadie caiga en la trampa de azuzar viejos sentimientos nacionalistas españoles de concepciones que ya no tienen sitio en nuestra historia. La primera reacción del Partido Popular, y en particular de Mariano Rajoy, es esperanzadora en ese sentido. No ha dado palmas de satisfacción pero su crítica política al pacto catalán entra dentro de los parámetros de una política de responsabilidad. Ahora queda esperar a ver el desarrollo de los cien primeros días de gobierno de Pascual Maragall para comprobar si el pacto no ha dañado su autonomía política. Si Maragall conserva en su gobierno la personalidad de un partido de tradición solidaria con el resto de España, el experimento estará salvado.