Diario de León
León

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EL SEÑOR de los anillos es una de las pocas películas, y me refiero a las tres partes, que permanecen en el corazón mucho después de que hayas salido del cine. En mi familia, es el primer caso de pleno consenso cinéfilo, padres e hijos hemos quedado atónitos ante la belleza de la historia. Solamente por eso, por su poder para crear lazos comunes entre generaciones,  merece ser contemplada y compartida. Es cierto que la edad te permite o te impide la comprensión de muchos de los argumentos latentes, pero no importa, porque todo lo digno de ser aprendido no puede ser captado de una vez. En El señor de los anillos el potencial de efectos especiales, y es mucho, está al servicio de la narración. Nunca se pierde la medida de lo humano, ni siquiera en las escenas más épicas. El director ha comprendido que lo verdaderamente espectacular, más allá del artificio, habita en el corazón de los personajes. No había leído la trilogía, ahora lo estoy haciendo, y comprendo su poder de fascinación. Toda aventura digna de ser llamada así, destinada a ser contada una y otra vez, es un viaje iniciático: consecución y pérdida, victoria y derrota. Pero Tolkien, además, era un católico practicante, profundo conocedor de los misteriosos túneles que sólo se pueden recorrer con la luz de la fe. Luchó en la Primera Guerra Mundial¿ en fin, sabía de lo que escribía. Lo fantástico es sólo otro matiz más de la verdad. Estas navidades, mi familia, mi comunidad del anillo, pasaremos muchos ratos debatiendo sobre la obra de Tolkien. No importa que su misterioso y bello final me impregne de sensaciones que ellos ni siquiera tienen hoy en su vocabulario. Ya las tendrán.  Quizá algún día se acuerden de que su padre se emocionó con ellas.

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