Estamos en estado de alerta

QUIZÁ SEA verdad que el miedo es peor que aquello que se teme, pero como sigue siendo libre, lo enseñamos cuando lo tenemos. Ahora que festejamos, entre atracones y zambombas, que «venida es, venida al mundo la vida», mostramos más pavor que nunca a que llegue también la muerte. Ha cundido el pánico. Estados Unidos eleva su alerta terrorista ante el riesgo de «ataques peores que el 11-S». Los servicios de inteligencia norteamericanos, que acreditaron su torpeza en aquella luctuosa fecha, reiteran la posibilidad de que Al Qaeda vuelva a utilizar aviones civiles para darle un recado al Imperio. Se ha decretado unas Navidades «naranjas», que dentro del cromatismo del riesgo que utiliza el Departamento de Seguridad Interior, representan el máximo peligro. No podrán decir que el despiojado Sadam dirige la orquesta. A raíz de su subterránea captura, propiciada por un amigo íntimo, se ha detenido a doscientos colaboradores suyos, entre ellos a varios líderes guerrilleros. El ex sátrapa ha dejado de ser el enemigo público número uno y se busca con urgencia a un suplente digno. No parece que vaya a serlo Muammar al Gaddafi, que además de mantener el difícil equilibrio de su pequeño gorrito sobre la cabeza, mantiene un prudente equilibrio con las Naciones Unidas. Libia permitirá a la ONU inspeccionar sin previo aviso sus instalaciones nucleares. ¿De dónde parte entonces la amenaza? El invisible Bin Laden está muy visto. España reconoce que su papel en Irak la ha convertido también en objetivo terrorista y mientras los peces beben y beben y la Virgen se peina entre cortina y cortina, el Gobierno nos previene del peligro de ataques integristas. Es la consecuencia de haber acudido a toda prisa en auxilio del seguro vencedor. No hay que tender al pesimismo, pero tampoco hay que descartar un zambombazo mientras algunos estén tocando la zambomba y deseándole paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Por si todavía queda alguno.