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FELIPE II tardó veinte días en saber qué había pasado en Lepanto y hasta ocho hubo de esperar Octavio para conocer el trascendental resultado de la batalla de Actium en la que Marco Antonio unió definitivamente su destino al de Cleopatra. Los antiguos aceptaban el imperio del tiempo y sabían esperar. Nosotros hemos perdido esa batalla. Nos devora la prisa y somos presos de la impaciencia. Todo lo queremos y lo queremos ya. Ahora mismo hemos mandado una nave a fisgar en Marte y ya he oído comentarios de gente frustrada porque permanece muda una sonda que ya debería haber dado fe de su llegada a la superficie de este planeta. Estamos locos. O ciegos por exceso de prepotencia. El dominio de las nuevas tecnologías va camino de convertir en demiurgos a quienes pese a su encomiable ciencia no deberían olvidar que si comparamos con el volumen de la Tierra lo que ignoramos, nuestro saber no supera el tamaño de una cabeza de alfiler. Aún así, es fantástico estar a la espera de noticias de Marte por lo que tiene de aventura y de misterio. Aventura, porque arriesgado es cubrir la planetaria distancia que nos separa, y misterio, porque nunca estará mejor empleada esta palabra puesto que la presencia en suelo marciano de la sonda Beagle, en efecto, nos abre las puertas a lo desconocido. Dicen los científicos que puede haber agua escondida en las entrañas de la corteza marciana. Y con el agua el rastro de un posible pasado biológico. No es probable que la sonda halle vida, pero no se puede descartar que pudiera recoger huellas de que sí la hubo hace muchos millones de años. Si así fuera, a través de la crónica marciana de cómo fue el final de los tiempos en el planeta rojo, quizá también podríamos avizorar el propio futuro -y fin- de la Tierra. ¿Alguien tiene prisa por saberlo?

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