CON VIENTO FRESCO
De fiestas y aguinaldos
HOY, víspera de Reyes, es día de aguinaldos que, en nuestra tierra, es una de las tradiciones más entrañables en el ciclo festivo de la Navidad. Los niños, cada vez en menor número, recorren en grupo las calles de los pueblos, se detienen ante los vecinos, llaman a las aldabas de las puertas, ahora a los timbres, esperando que los dueños se las abran de par en par y luego entonan los cantos de aguinaldo: «por ser el día de Reyes, primera fiesta del año, venimos de puerta en puerta a pedir el aguinaldo». Todos esperan de la generosidad de las gentes algún regalo, un convite, algunas golosinas, una pequeña cantidad de dinero, que se pide por el amor de Dios: «Aguinaldo, aguinaldo, del Hijo de Dios, que somos cuatro y entraremos dos». En mi pueblo, para animar esa genenerosidad, le anunciamos que «si nos da un choricín Dios le ha de dar un buen fillin, y si nos da una androllina Dios le dará una buena fillina». Aunque muy debilitada esta tradición del aguinaldo aún se mantiene en vigencia, aunque cada vez son menos los que los piden, ahora ya no los mozos como antaño, sino niños exclusivamente que buscan reunir unos euros. No ocurre así con otras tradiciones de estas fechas, por ejemplo, la costumbre del empapizado o la de las hogueras, irremisiblemente muertas. De niño, los barrios competían por quién haría la hoguera más grande, la de santa Lucía o la de año nuevo, la de san Manuel. Jóvenes y niños buscabamos por el río las zochas y los troncos arrastrados por las aguas del Cúa durante las crecidas del otoño. Con la tartana de Litán, con mucho jolgorio y también con gran esfuerzo, las transportábamos a los respectivos campos: el campo Nuevo, los de santa Lucía; el campo Tablado, los de San Manuel. En ellos, a lo largo de varias semanas, se formaban verdaderas montañas de leña. El día de la quema era una fiesta inolvidable, a la que asistían la mayoría de los vecinos del pueblo. Estas tradiciones han muerto o se están muriendo irremisiblemente ante nuestra vista, sin que nadie sienta la menor nostalgia por ello. Son ya un simple objeto de estudio de etnólogos y antropólogos. Mueren, se dice, porque tienen que ver con una cultura rural ya periclitada, denostada incluso por los herederos de aquéllos que la crearon. Los pueblos languidecen, se despueblan; las gentes emigran a la ciudad y pierden sus raíces y sus tradiciones. Los que se queda se avergüenzan incluso de ese pasado y de sus tradiciones. El antropólogo leonés, José Luis Alonso Ponga decía el otro día que, entre otras razones, mueren porque los intelectuales, enfermos de una cultura urbana mal contextualizada -esto lo digo yo- han despreciado estas manifestaciones populares, al considerarlas como retrógradas, como un atraso, como los restos atávicos de una cultura inferior que hay que superar y olvidar. Esta contraposición entre mundo rural y mundo urbano es cierta; pero creo que la trivialización que vivimos tiene mucho más que ver con la difuminación o la pérdida de límites entre lo sagrado y lo profano. De nuestras sociedades ha desaparecido la experiencia del tiempo, que no es simplemente lineal, sino secuenciado, no es homogéneo sino deshomogenizado; pues al hombre le es vitalmente necesario romper esa linealidad del tiempo normal, el de todos los días, el profano, por un tiempo extraordinario o sagrado, un tiempo fuerte, con plenitud de sentido, como nos recuerda Mircea Eliade. El tiempo sagrado es el tiempo de la fiesta, en el que se reactualizan acontecimientos fabulosos, significativos. Es el tiempo mítico, de los orígenes. La desacralización del tiempo ha convertido la fiesta en algo superficial y frívolo. Como dice Octavio Paz, la fiesta, inscrita en el ámbito de lo sagrado, es ante todo el advenimiento de lo insólito, es un día de excepción. Como ya nada es excepcional, todo es normal, rutinario; por eso las fiestas mueren y con ellas las tradiciones que las sustentaban. También las gentes morimos un poco cada día sin saberlo, porque hemos perdido el sentido de la vida.