Diario de León

CRÓNICAS BERCIANAS

Guerra a los «grafipuercos» ponferradinos

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SE QUEJAN amargamente estos días los padres y madres del colegio Valentín García Yebra, que en cuestión de dos semanas han visto emborronadas las lustrosas obras de remozado de fachadas ejecutadas en el centro. Las vallas del antiguo colegio de la MSP y los muros del renovado pabellón infantil aparecen infectados de pintadas que definen en si mismas el concepto del antiesteticismo. Pero estos padres, madres, y demás familia, son sólo unos pocos más de los muchos ciudadanos abochornados ya por la profusión de «grafipuercos» que sobrevuelan Ponferrada coronando con sus coloridas cagadas cualquier espacio público digno de consideración. La mayoría son tan rápidos de piernas como lentos de mollera. Pero al menos lo suficientemente raudos como para que la autoridad municipal sea incapaz de mostrarnos públicamente algún ejemplar cazado «in fraganti» o a uno de los progenitores de la criatura en cuestión echando mano de la billetera. Porque se sabe que existe una ordenanza local que prevé notables multas, para tratar de poner coto a los desmanes de los «grafipuercos», que no tienen nada que ver con los grafiteros, otra especie de pedigrí alternativo cuyo trabajo puede ser tan opinable como el de cualquier artista que emplee para sus creaciones otro soporte más o menos convencional. En Ponferrada, sin embargo, el graffitero no habita por ahora. Salvo que sus obras ocupen un lugar inmerecido en las cloacas o en los colectores de la futura depuradora. Aquí campa por sus anchas un clon de desecho con peor mano para el spray que un porquero para sublimar perfumes. Y puede que resulte algo retrógrado o políticamente más que incorrecto. Pero en su mayor parte no merecen ni dos centímetros cuadrados de papel guarro para expresarse. Cuando menos los muros de un colegio, el portón de la cochera de fulano, o incluso los furgones comerciales de zutano. Atentan contra el concepto de urbanidad del ciudadano común, al que va siendo hora que este Ayuntamiento de Ponferrada -rebosante de pasividad- dé una satisfacción. Y conste que no reclamo ni la cabeza, ni un policía tras los pasos de cada grafipuerco, ni la presentación del documento de identidad de cada uno de los que acudan a un tienda de pinturas en busca de un cargamento de sospechosos sprays. Más bien, tal vez, un programa que primero forme técnicamente a estos pobres en la senda del graffiti, y luego un espacio idóneo en el que puedan desatarse. Prefiero saber que mis impuestos se van por esa vía, que en la limpieza y reparación -más de 30.000 euros al año- de todas las defecaciones que van plantado por ahí como si fueran perros locos con diarrea. Aunque sobre los canes y los muchos cerdos que los pasean por los jardines de la ciudad, disparando sus detritos-trampa para solazamiento posterior de la infancia local, habría que escribir un ensayo. Y luego los hay que aún se extrañan de que a Ponferrada le den un premio nacional por su limpieza. ¡Será por lo que ellos contribuyen!

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