Diario de León

CRÓNICAS BERCIANAS

Llamadas perdidas

Ponferrada

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HAY UNA imagen que ronda en mi cabeza. Los móviles de los muertos sonando. Todos hemos visto los vagones reventados por las explosiones, los hierros retorcidos, los cuerpos mutilados, los heridos cubiertos de sangre y espanto. Pero no hemos oído los móviles de los muertos sonando inútilmente sin que nadie responda a las llamadas. No los hemos oído. Nos lo han contado quienes han sobrevivido a la masacre. Y es una imagen, la de los teléfonos sonando después de los atentados, que pone los pelos de punta, sonando hasta que las palabras de un muerto responden en el buzón de voz, o hasta que la batería se agota, o hasta que la angustia de quien llama se hace tan insoportable que deja de hacerlo. Sólo para intentarlo de nuevo. Y descubrir que es cierto. Que nadie responde. Que nadie coge el teléfono. Que quizá sea uno de ellos. De los muertos de los que hablan las emisoras de radio y ya está enseñando las televisiones, cubiertos de mantas, de abrigos, en un gesto de dignidad. Toda la que han perdido, la que nunca han tenido quienes lo han hecho. Los asesinos. Todo apunta a que son terroristas islámicos, quizá ayudados por algún iluminado de la patria vasca. Los muertos seguirán siendo doscientos, ni uno menos, haya actuado Al Qaeda sola o con apoyo de una rama escindida de ETA. Doscientos, aunque todos estábamos necesitando saber el nombre de los responsables de la masacre. Saberlo sin ninguna sombra de duda. Saber quien puede odiar tanto. Quien puede estar tan vacío. O tan podrido. Saberlo para encontrar la forma de defendernos de ellos. Los han llamado alimañas, sin entrañas, a esos asesinos, y se quedan cortos porque no hay palabras. Fanáticos de la muerte. Bárbaros, capaces de entrar en un tren lleno de viajeros que van al trabajo, lleno de inmigrantes, lleno de estudiantes que llegan del extrarradio para acudir a sus clases, de padres que dejan a sus hijos en el colegio. Sádicos, capaces de entrar y salir de los vagones aparentando normalidad, disimulando, bajando la cabeza quizá, para no mirarle a los ojos a nadie, para que nadie vea el abismo que están abriendo cuando abandonan las mochilas con las bombas y se bajan del vagón sabiendo que están condenando a decenas, a cientos de personas. Y aún querían volar la estación de Atocha. En el momento en que se cierren las puertas y el tren se ponga en marcha todas esas personas que se quedan dentro de los vagones estarán perdidas, encerradas en una ratonera que viaja hacia la muerte. Y en unos minutos, después de que el eco de las explosiones alarme a los vecinos, despierte a los que todavía duermen, después de que el golpe alerte a los servicios de emergencia y a la policía, y los periodistas lo cuenten, cuando las familias de las víctimas lo sepan, sepan lo que sucede, en unos minutos tan sólo, los teléfonos de los muertos comenzarán a sonar insistentemente y el aire de Madrid se llenará de llamadas perdidas. Cientos de llamadas perdidas sobre las vías.

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