TRIBUNA
Votación contra la manipulación y el miedo
LA PASADA campaña electoral había vuelto a poner de manifiesto que existen diferencias cada vez más notables entre la mayoría de la ciudadanía y la mayor parte de los medios de comunicación o, dicho de otra manera, entre la opinión pública y la opinión publicada. Para gran sorpresa de los enfáticos apoyos mediáticos del partido del gobierno, durante la campaña electoral el Partido Popular no había conseguido despegar ni con la muleta de Carod Rovira; paralelamente la candidatura socialista, encabezada por José Luis Rodríguez Zapatero, había remontado hasta convertirse en una verosímil opción de victoria. No habían valorado suficientemente que, desde hace casi un año, todas las encuestas publicadas manifestaban que alrededor de un 58 % de los ciudadanos deseaba un cambio de partido en el Gobierno y que, si creían que volvería a ganar el PP, era por exclusión o con resignación pero no por convicción y satisfacción de los votantes. La opinión pública reflejaba de esa manera que sí habían calado hondo las mentiras, los desprecios y los desastres ocasionados por el Gobierno de la última legislatura y que las elecciones generales - no las pasadas autonómicas y municipales - eran la ocasión en que este rechazo podría hacerse efectivo a condición de que existiera una alternativa creíble a la que votar. En definitiva, era visible que la corriente política de fondo discurría en sentido contrario al de la espuma mediática mayoritaria de algunos medios de comunicación dedicados a la heroica tarea de adular al Gobierno y criticar a la oposición. Por parte del PSOE y, muy especialmente de José Luis Rodríguez Zapatero, se planteó una campaña sobre los retos importantes que esperan a España en los próximos años. Entre ellos figura de manera muy destacada el de afrontar de manera eficaz, con la unidad democrática frente al terrorismo. Otro reto es el de asentar la estructura territorial del Estado, hacer frente a la voracidad de algunas insaciables élites políticas de las autonomías más ricas y acabar con las indefiniciones constitucionales entre competencias del Estado, de las Comunidades Autónomas y de las Entidades Locales. Ahora ya está demostrada totalmente contraproducente la pretensión del PP, representante de menos del 40 % de los electores, de imponer al resto su rígida, anacrónica e interesada visión de España y además sacarle rédito electoral. Aplíquese con reciprocidad a esa pretensión el justificado y deslegitimador reproche al Plan Ibarreche de que los nacionalistas sólo representan el 51% de los electores vascos. Otro extraordinario desafío es la decisión y puesta en práctica del modelo social y económico que queremos para este país, situado entre la productividad y alta tecnología del norte de Europa y los bajos salarios de los nuevos socios del Este que ahora se incorporan a la Unión. Para el PP la opción ideológica y programática era la segunda pero para el PSOE y para la mayoría de los españoles es la primera. Lo mismo se puede decir sobre la cambiante, fracasada y finalmente inexistente política inmigratoria que no responde a las necesidades de aceptar, controlar e integrar a un aluvión tan imparable como necesario. Mientras tanto, el PP, jaleado por su corte periodística y arrastrado por Aznar en una huida hacia delante, eludía los debates, negaba los errores, los abusos y los desastres para no tener que dar cuenta de ellos y se había encerrado en un discurso autista y ajeno a la realidad de los ciudadanos. Un discurso que, según las encuestas, sólo aprobaban íntegramente el 28% de los españoles, es decir la suma de la extrema derecha nostálgica del franquismo, de las nuevas sectas católicas y de los que necesitaban personal e imperiosamente la continuidad del Gobierno. Con ese lastre sustituyeron las argumentaciones por descalificaciones y los programas por las fotos de una desesperación inauguratoria que llegó hasta el paroxismo con Cascos sembrando piedras y placas vendadas para obras que no se sabe cuando acabarán o que no lo harán nunca, como el trasvase del Ebro. Pero, además, en estas elecciones, como en todas, nos jugábamos el pasado: nuestra memoria del pasado que es el único cimiento intelectual con el que se construye el futuro, la prueba de que nuestro sistema democrático está vivo, corrige errores, rectifica rumbos, equilibra intereses contrapuestos y digiere enfrentamientos. Nos jugábamos conocer y depurar hechos relevantes sobre los que desde el gobierno se decretó un apagón informativo. Hubiera sido vergonzoso que los españoles tuviéramos que enterarnos de las circunstancias y decisiones que provocaron la catástrofe del Prestige por la sentencia de un Juzgado de Nueva York o por una Comisión de Investigación del Parlamento Europeo. Habría sido deplorable que los españoles siguiéramos sin saber que ocurrió en Gescartera y que sigan sin dar explicaciones los ínclitos Ramallo y Valiente, perdidos en el agujero negro de la opinión no publicada. Sería insultante para todos que se le sigan llamando negocios de Fabra a lo que antes le llamaban corrupción. Sería bochornoso que los españoles siguiéramos enterándonos por los debates y los documentos que se van conociendo en Londres y en Washington de cómo, contra nuestra voluntad, nos involucraron en una guerra ilegal. En fin, hubiera sido intolerable que un presidente de Gobierno y un ministro de Defensa impunemente siguieran mintiendo y faltando al respeto a los familiares de unas víctimas que ellos obligaron a viajar en un avión apto para el desguace. Las últimas encuestas publicadas daban como resultado una diferencia mínima entre los dos principales partidos. Habida cuenta del voto oculto y de las tendencias de los nuevos votantes, la situación era de un empate técnico. Ahora bien, existían diferencias notables en la dinámica de las dos principales formaciones políticas. El PP, después de haber tocado techo electoral, tenía movilizados y contaba con el voto militante y seguro de la derecha y de la ultraderecha españolas, a la vez que empezaba a perder votos por el centro. El PSOE por su parte conseguía convencer a los electores de centro hartos del PP; que fueran mínimos los votos de izquierda que se despilfarraran en las provincias donde otros partidos no obtienen actas de diputados y, sobre todo, movilizar a los abstencionistas. Nunca sabremos la importancia que tuvo en la precipitación de esa tendencia la matanza perpetrada por Al Qaida el pasado jueves, 11 de marzo, pero fue patente la indignación por las mentiras e intoxicaciones del Gobierno sobre la autoría de un horrible atentado que costó la vida de 200 personas. La rebelión cívica que el sábado por la tarde se produjo en Madrid y otras ciudades españolas demostraba que el PP había rebosado el vaso de la paciencia de muchísimos ciudadanos, una de las claves de la afluencia masiva a las urnas. Precisamente, por esas razones, en este momento decisivo para nuestros intereses como españoles, a pesar de los sangrientos atentados terroristas que nos han azotado, debemos felicitarnos por la gran participación electoral que demuestra la vitalidad de nuestra democracia y por el resultado electoral de cambio de un gobierno que, durante la última legislatura, con la ayuda de algunos medios de comunicación abyectos, ha despreciado permanentemente la inteligencia y el sentido común de los españoles. Si, además, ese cambio lo encabeza un leonés, el motivo es doble porque León sólo puede salir ganando desde el ninguneo y la postergación actuales.