TRIBUNA
Morir esperando a la Guardia Civil de Valladolid
HACE unas semanas los leoneses asistimos a otra nueva desdicha. El pantano de Villameca, en el municipio cepedano de Quintana del Castillo, se cobró una víctima más. Desde su inauguración en 1945 el embalse traicionero ha segado la vida de varias decenas de personas que, con ánimo confiado, se acercaron hasta sus muros y orillas. El último fallecido ha sido un joven y experimentado submarinista, vecino de Benavides, que quedó atrapado durante todo un día en el tubo del sistema de desagüe de la presa, a 21 metros de profundidad. El caso ha tenido gran repercusión gracias a los medios de comunicación y a su impecable y riguroso tratamiento informativo, alejado del morbo. La propia televisión estatal daba la noticia con profusión de imágenes en su primera cadena para toda España. Pero, ¿qué diferencia existe entre esta desgracia y cualquier otro hecho trágico de análogas características? La disparidad estriba en el rescate. O mejor dicho, en la ausencia de rescate. El joven Carlos Arias González, de 30 años, se sumergió pertrechado con un completísimo equipo de buceo en las aguas tranquilas del primer dique de Villameca a media tarde del domingo veintidos. El grupo de amigos y familiares que le acompañaba, y el propio personal del pantano, se dieron cuenta de que había quedado retenido en el fondo. Intentaron izarle tirando de la cuerda de seguridad a la que estaba unido pero fue inútil; el consumado submarinista, que permanecía con vida y mandaba señales al exterior a través de la cuerda, tenía aprisionada la pierna izquierda en un tubo-aliviadero de succión que le impedía emerger por sus propios medios. Alguien, con buen criterio, llamó a la Guardia Civil. Al poco tiempo llegaron las dotaciones rurales de la zona, cuya disposición fue ejemplar. Lo que precisaban, sin embargo, era una unidad subacuática de rescate perentorio. El responsable policial comunicó urgentemente este extremo. La ayuda requerida llegó desde Valladolid al día siguiente, lunes, al almuerzo. Fueron necesarias 22 horas para que los GEAS arribaran a la Cepeda Alta. Nada se pudo hacer ya, excepto recuperar el cadáver y certificar el óbito. En el equipo de inmersión del fallecido aún quedaba oxígeno; todo apunta a que no murió ahogado, sino por hipotermia, por desesperación, o por ambas cosas. ¿Cómo es posible que León, la región con más embalses del noroeste peninsular, carezca de unos Grupos de Actividades Subacuáticas (GEAS)? La respuesta es sencilla. Esta unidad especializada de la Benemérita se encuentra acantonada en Valladolid por sinrazones de oportunidad política y centralismo voraz. El Viejo Reino es simplemente la periferia del oeste discordante de la Comunidad. Una cosa es cierta, el joven leonés Carlos Arias estaría vivo si las aguas donde agonizó hubieran sido las del Pisuerga. ¿Debemos seguir lamentándonos sin más? No. Ya está bien de llanto baldío e inoperancia. No se trata de una cuestión baladí o un litigio por ver quién se lleva un nuevo centro oficial a su ciudad. Un hombre ha perecido por desidia después de esperar una jornada para ser recuperado con vida. Es como si las brigadas de rescate de la mina estuvieran en Madrid porque allí se encuentra la central de la empresa o el ministerio correspondiente. Bajo ningún concepto los leoneses deben permanecer más tiempo callados e infructíferos ante un desprecio y una tragedia de estas características. Hay que revelarse de una vez contra el nepotismo continuado de la Junta. Abandonemos el sempiterno y pueril victimismo que nos ha caracterizado y pasemos cuanto antes a la acción. ¿Qué acción? La beligerancia pacífica, naturalmente. En principio la desobediencia civil selectiva en aquellas cuestiones que postergan intencionada y miserablemente a León sería el primer planteamiento lógico, al amparo del artículo 143 de la Constitución. Que nadie se asuste, es ético y lícito. Para abrir boca, desde el leonesismo se van a exigir responsabilidades al más alto nivel; en León, en las propias Cortes de Fuensaldaña y, por supuesto, en Madrid. No es posible que después de este despropósito las cosas sigan como si nada hubiera ocurrido. Aquí hay ineludibles responsabilidades políticas que afrontar. No obstante, existe un antiguo remedio para cualquier culpa: reconocerla, asumir las consecuencias y, lógicamente, rectificar.