DESDE LA CORTE
El día de las lágrimas
MADRID despertó bajo un cielo plomizo y lluvioso. Fue un día de orballo tristón y melancólico. De medio centenar de países llegaron jefes de estado y príncipes, jefes de gobierno y ministros. No venían en misión política, aunque hayan hablado con Zapatero de la nueva acción exterior española y de las tropas destinadas en Irak. Venían a hacer de Madrid lo que dicen la crónica sentimental: la capital del dolor. Los vimos en la retransmisión televisada, con rostros serios y ropas de luto. En los bancos de la catedral, la que dentro de dos meses albergará pamelas y chaqués, estaban ellos: los familiares. Gentes del pueblo, con ropa del pueblo, con camisas sin corbata, con grietas en el alma. Gentes de doce naciones, que no entendían el rito católico en que se hizo el funeral de Estado, en un acto que debiera haber sido más ecuménico y civil, por respeto a las religiones de las víctimas. Pero habrán rezado a su manera, porque la oración es lo único que queda cuando la vida se pierde. Habrán rezado, con las fotos de sus hijos, de sus hermanos, abrazadas a su pecho. 190 familias heridas, rotas por un zarpazo inhumano. Habían pasado trece días de la matanza. Pero todo el sentimiento de España cabía en las lágrimas de la Reina. Todo el sufrimiento de España cabía en el semblante de un Rey que sacaba un pañuelo para secar sus ojos. Y Letizia: ya sabe que estar en ese puesto le permite compartir y repartir alegrías; pero también la obliga a recibir el latigazo de penas que rompen el alma. ¡Dios mío! Sentado ante el televisor, me doy cuenta de que he visto llorar demasiadas veces a nuestra reina. La he visto demasiadas veces secar sus ojos con manos temblorosas: aquel día del entierro de Don Juan; el día del funeral de unos niños que hacían una excursión; el día de los féretros de los militares¿ Los momentos más sensibles de España tienen una expresión emocionante y gráfica en las fotos de una Reina que encabeza el llanto de su pueblo. «Hemos llorado juntos, decía el cardenal Rouco, y no queremos dejaros solos». No, no estarán solos. Todos nos hemos juramentado para hacer un hueco a su recuerdo en el corazón rasgado. Todos, hasta los menos creyentes, hemos sentido el impulso de rezar y de enviarles mensajes de aliento. Sin embargo, pasado el funeral de Estado, los poderosos han vuelto a sus países. Las noticias ya hablarán solamente de los trabajos policiales. Otras inquietudes empezarán a ocupar su espacio en periódicos y telediarios. Pero en cada una de las 190 casas donde entró la guadaña habrá un vacío. Un vacío que no llenan las palabras.