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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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CUANDO por aquí llega la primavera, soleada y fría, el Bierzo se pone dadá y Tristan Tzara instala su Cabaret Voltaire en el salón de plenos de Torre, que no se parece al Zurich ruidoso y oscuro de cuando en Europa eran gaseados niños-soldado en las trincheras pero tiene algo de población castigada por la ira de un Dios cruel que primero cercenó el alma de los mineros y luego se dedicó a escribir allí el guión de un mal culebrón protagonizado por una alcaldesa de opereta dispuesta a convertir el ayuntamiento en el camarote de los hermanos Marx, aunque con bastante menos gracia. Cada pueblo, dicen, tiene lo que se merece. Yo no creo que se merezca Torre del Bierzo esta patología de telenovela en la que está envuelto. La existencia de Dios, por seguir con el creador del dadaísmo, ya había quedado probada por el acordeón, el paisaje y la palabra dulce. Me niego a creer que la existencia de Torre del Bierzo, el lugar desde donde un niño llamado Andrés Viloria veía pasar a los viajeros que transportaban misteriosas mercancías hacia el otro lado de los montes, esté sujeta al graznido de la torpeza, al ridículo del melodrama, al aliento fétido de la sospecha. Quiero creer que existan en Torre del Bierzo personas responsables que sean capaces de atajar esta disparatada astracanada, que puedan ponerse de acuerdo para devolver la cordura y la dignidad a un lugar ya bastante castigado por el rodillo cartesiano de la economía política, que sepan superar la posible distancia de unas siglas para formalizar frente a su comunidad un acto de puro civismo. Y que entonces el único gesto dadá de Torre del Bierzo en esta primavera soleada y fría sea el capricho de la flor amarilla que quiso crecer sobre la escombrera.