BURRO AMENAZADO
Caminantes brasileños
AUNQUE franceses y alemanes predominan en el colectivo foráneo que hace el Camino de Santiago, abundan los peregrinos brasileños, reconocibles por su optimismo y simpatía. Esta torcida brasileira llega atraída por la atmósfera de aventura, misticismo e historia de un peregrinaje auspiciado por los escritos de Paolo Cohelo, pluma famosa en Brasil. Gente proclive a la llamada de la magia, hacen de algunas paradas símbolo de leyenda. Esta aventura imaginada tiene su primer hito en el puerto de Ibañeta y la bajada a Roncesvalles, con la campana que evita el extravío en el hayedo embrujado por las boiras, allí donde Roldán y los pares de Francia cayeron aplastados por los pedruscos vascones, mientras el sonido del olifante reclamaba inútil ayuda a Carlomagno, acampado en la campiña gala. A la vera de Puente la Reina, las cien puertas de Eunate preludian la grandeza de las catedrales del llano, las de Burgos y León, cuyas naves inmensas y luces filtradas por vidrieras sosiegan corazones necesitados de paz. Se acumula esfuerzo en piernas acalambradas, pies ampollados y hombros baldados por la mochila, enfilando los Montes de León y la Cruz de Ferro, túmulo de la piedra en la que el peregrino pone los anhelos que quiere conseguir. La fatiga de ascender Foncebadón permite a Tomasín, excéntrico templario que anida en las ruinas de Manjarín, asombrar a los viajeros con plática alucinada y ocasionales espurreos de orujo que limpian el espíritu de las asechanzas del maligno, aullante entre robles, piornos y urces. De Molinaseca al Valcarce, surge el vicio de la gula y dejar que cecina, botillo y vino compensen tanto kilometraje. Se subirá al Cebreiro, verdor gallego, ya con múltiples amistades anudadas en albergues y cunetas. Y, por fin, el Monte do Gozo desata alegría incontenible y amor a raudales, favorecido por la máquina de condones mayor del mundo, instalada en la puerta del hospedaje que otea, al oeste, la tumba del apóstol.