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TRIBUNA

El hecho religioso y la escuela laica

Publicado por
FÉLIX BARAJAS
León

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EN ESTA CONFUSA y agitada etapa de interregno, en la que cada quien procura acercar el agua a sus interesados molinos, conviene adoptar posturas anticipatorias a los hechos que se avecinan, dada la trascendencia de los mismos en el futuro. Me refiero nada menos que al terreno, siempre resbaladizo, de la educación. El Partido Socislista, a punto de hacer cargo de los destinos de este país, acaba de anunciar que aprobará una moratoria de dos años respecto a la implantación de la Loce, afectando, entre otros, a los cambios que iban a adoptarse en la asignatura de Religión. Sin embargo, en la turbamulta de confusión reinante, de tantos dichos, desmentidos, declaraciones que rozan lo demencial, de tantos despropósitos, nos ha parecido entender que, en las urgentes y necesarias reformas educativas, la asignatura de Religión tendrá carácter de materia optativa en los futuros planes. Conviene recordar que esta condición de materia optativa es la que ha venido teniendo y posee en la actualidad, con la posibilidad, como alternativa, de elegir entre las materias de Ética o estudio. Si lo que realmente deseamos para nuestros alumnos es una educación progresista, acorde con los tiempos, en un contexto láico y aconfesional como el nuestro, en pleno siglo XXI, y en un proceso acelerado de cambios, de adopción ineludible de nuevos paradigmas con una vigencia cada vez menos duradera, no queda otra salida que la de eliminar la religión, todas las religiones, del ámbito educativo, en todos sus niveles. La experiencia religiosa pertenece a la parcela de lo puramente subjetivo, personal, íntimo, y tanto su enseñanza como su práctica deben estar restringidas, en todas las religiones, a sus respectivas iglesias, parroquias, mezquitas, sinagogas, iglesias evangélicas... Así parece indicarlo la pura lógica que se deriva de la necesidad de confraternización y mutuo respeto entre etnias, credos e ideologías distintas en los que, enriquecedoramente, estamos abocados a vivir. No olvidemos tampoco que el estudio del hecho religioso, de todas las religiones, siempre ha estado contemplado en las clásicas materias de Historia, Ciencias Sociales, Historia de las Civilizaciones, Historia del Arte... de nuestros Planes de estudios, como parte integrante de nuestra cultural universal, aunque las actuales circunstancias exigen su estudio sin adoctrinamiento, sin imposición obligatoria, propia de tiempos felizmente superados. Por otra parte, ¿cómo cargar en los docentes la responsabilidad de explicar a nuestros alumnos tanta contradicción, tanta incongruencia, tanto dolor y tanta sangre como se ha derivado a través de la historia, y hoy más que nunca, de la confrontación y del desencuentro entre credos e ideologías religiosas irreconciliables? He aquí algunos nefastos logros del «hecho religioso». (Recomiendo, como ilustrativa, la lectura de Historia criminal del cristianismo , de Karlheinz Deschner, diez tomos hasta ahora, Ed. Martínez Roca). La llamada Tierra Santa, hoy más que nunca, parece «tierra maldita». Lo que fue el Paraíso Terrenal hoy podría decirse que es la vida imagen del infierno. ¿Cómo explicar a nuestros jóvenes, ahora con la Semana Santa aún fresca, la flagrante contradicción que existe entre la imaginería que se exhibe en nuestras calles y el mandato bíblico, nada menos que el Segundo Mandamiento del Decálogo: «No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yavé, tu Dios, un Dios celoso...» (Éxodo, 20, 4-5), y se reitera en Deut. 5, 8-9. En la práctica docente cotidiana habría que ver qué profesor o profesora, religioso y seglar, tiene el temple y encuentra los procedimiento para hacer entender a nuestros adolescentes los continuos y reiterados escándalos de abusos sexuales y de pederastia por parte de un sector (minoría, desde luego) del clero católico, faltando así al autoimpuesto precepto del celibato por el que se obligan a contraer el voto perpetuo de la castidad. ¿Cómo explicar a nuestros jóvenes que el celibato no tiene base evangélica? A veces, en clase, surgen debates sobre temas de actualidad que atañen directísimamente a los jóvenes, en su momento vital y social, tales como la sexualidad en todas sus variantes, el aborto, el divorcio, la masturbación, la utilización de anticonceptivos, los abusos sexuales, la violación, las adicciones, todo ello siempre anatematizado por la Iglesia, excepto cuando estas faltas (ellos lo llaman «pecados»), se dan entre miembros de su Organización, como estamos viendo todos los días, el escándalo y el desprecio por toda norma ética o religiosa es la lógica reacción y respuesta de nuestras chicas y chicos adolescentes. Si con algo son intolerantes nuestros sanos y maduros jóvenes es con la hipocresía y con la mentira. Nuestra juventud, para bien y para mal, vive dependiente como nunca de los medios audiovisuales. Y está prodigiosamente informada. Y de la realidad circundante deducen, por ejemplo, que si el sacramento del Orden sacerdotal «imprime carácter», es decir, lo es «de por vida», no existen «ex curas» que se casan, sino curas casados, mientras la jerarquía jamás cederá en su postura en cuestiones como el divorcio para los simples seglares. Para qué mencionar la nefasta influencia de las religiones en la conquista, «civilización» y exterminio de determinados pueblos y culturas «paganas», en la aniquilación de sus costumbres, de su historia, de sus dioses y de sus ancestrales ritos sagrados, siempre en aras de su cristianización y de su salvación. Y es un tópico mencionar la nefasta inquisición. Pero tampoco sería saludable enterrarla, olvidarla. En nuestras época de estudiantes, cuando nuestros padres denunciaban los abusos sexuales a que éramos sometidos por ciertos religiosos, la policía se negaba a tramitar esas denuncias alegando que era necesario presentar pruebas. Y cuando las mismas denuncias se presentaban en el Obispado, los clérigos de turno, desencajados, crispadísimos, negaban la evidencia, ponían el grito en el cielo y proferían amenazas de excomunión. Fui testigo. Se tilda a nuestros jóvenes de escépticos, de frívolos y de vacíos porque se han alejado de las religiones «oficiales». Ellos tienen su fe. Su religión es universal. Sus grandes catedrales son los espacios abiertos, o los estadiums, o las macrodiscotecas. Sus dioses son sus ídolos del rock, o del deporte. Su incienso es el hachís, la marihuana, el alcohol... Su liturgia la danza y el sexo sin límites. Sólo se es joven una vez... Sin imposiciones. Sin dogmas. En una continua explosión de ilimitada libertad. Los docentes debemos de reconquistas nuestro derecho a no difundir contenidos no científicos, cuestiones «de fe» que siempre tienen su fundamento en algún libro «sagrado», «revelado» por algún Dios en la noche de los siglos. «La verdad os hará libres, la mentira creyentes», se ha dicho. También: «Quien cree que no sabe, pues cuando se sabe no se necesita creer». A los niños y adolescentes, como almas virginales que son, les asiste todo el derecho a recibir y a conocer la verdad. La verdad constatable, fehaciente. La verdad científica, siempre en constante evolución, en pos de sí misma, siempre con nuevas metas que conquistar. He ahí su grandeza frente a las meras y anquilosadas creencias. El hecho religioso, en el siglo XXI, es incompatible con los avances en el terreno de la genética, de la técnicas, de la concepción holística del universo y del ser humano. No obstante, la religión, cualquier religión, antropológicamente, colma esa necesidad ancestral del ser humano por buscar una explicación a lo inexplicable, una solución irracional a esa dimensión mágica que el hombre cree tener. Brujos, chamanes, gurús, sacerdotes, profetas, visionarios, astrólogos y otros explotadores de la ingenuidad y la ignorancia humana lo saben muy bien. Les encontramos en todos los periplos de la historia. Son, simplemente, los creadores, difusores, administradores y, en definitiva, los beneficiarios de nuestra buena fe, o , por mejor decirlo, de nuestra supina estulticia.

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