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JUAN ANTONIO GARCÍA AMADO CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO UNIVERSIDAD DE LEÓN
León

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EN NUESTRO país se ha extendido una nueva idea de la política. Según parece, los principales y más acuciantes problemas se deben al mal carácter de quien gobierna el Estado. Así, por poner algún caso, las demandas más radicales y rupturistas que hayan podido en estos tiempos formular Euskadi o Cataluña no serían la expresión de propósitos firmes y por los que están dispuestos los gobernantes de ambas Comunidades a llegar hasta las últimas consecuencias. Serían, al parecer, meras respuestas a los malos gestos y los desplantes del que gobierna. Por tanto, eso lo que demandan lo quieren sólo a la contra y no lo pretenderían, ni intentarían imponerlo si quien les responde tuviera un talante más templado o una actitud más amable. Y hasta del terrorismo interno se insinúa que se mantiene porque se lo critica y se lo reprime, mientras que cabría esperar su progresiva disolución si no se persiguieran con tanta saña sus acciones ni se descalificara con contundencia a sus ejecutores. Se disolvería, aunque no alcanzara sus objetivos, sólo con que los terroristas no se sintieran tan vilipendiados y desatendidos en su humano afán. Esa novedosa visión de la política como arte de la bondadosa seducción se basa en la idea de que los problemas políticos, o al menos los más graves, se disuelven mediante el diálogo, diálogo que, gracias a la buena y generosa disposición de las partes, tiene que desembocar y desembocará siempre en un acuerdo que acaba con el problema sin ganadores ni perdedores. Hablemos y nunca será necesario actuar de otra manera, ése podría ser el lema. O este otro: aunque puedas ganar, empata. Tal comprensión de la acción política tiene una curiosa secuela: no se considera legítima la toma de decisiones mediante el uso de las mayorías parlamentarias legítimamente obtenidas. Si los de un partido mayoritario hacen valer su programa por la suma de sus votos, merecerán el reproche de autoritarios, como si lo impusieran por la fuerza. Sólo se tiene por admisible la ley pactada entre mayoría y minorías, entre gobierno y oposición, por un lado, y entre gobierno central y poderes locales, por otro. Por tanto, parece que sólo se juzgará buena la ley que esté a medio camino entre los programas y los intereses de mayoría y minoría. Y, entonces, ¿para qué votamos partidos con programas diferenciados? A lo mejor es que no se trata de elegir programas, quizá cuando votamos a un partido no queremos que gane para que pueda realizar sus propuestas gracias a su mayoría. Más bien se diría que votamos a quien se nos antoja que tiene una mejor disposición para negociar y transigir. En estos tiempos de pensamiento débil y convicciones de diseño, la firmeza de ideas pasa por antipatía; no mola. Hubo una época en que se decía que en nuestra democracia llevaba las de ganar el que fuera más guapo; luego se pensaba que tenía ventaja el que mejor hablaba. Ahora cuenta ser más majo. Maduramos. Así las cosas, ¿cuál será la mejor estrategia para un partido en la oposición? ¿Acaso la de pergeñar un programa con alternativas bien precisas en los asuntos que más importen? Posiblemente no sea eso lo más conveniente. Más rentable resultará el oponerse, deslegitimándola, a toda decisión de la mayoría que se imponga por sus votos y sin nuestro acuerdo. Las decisiones no se critican porque sus contenidos choquen con nuestro programa, cuando se conoce, sino porque no se ha contado con nosotros. Según este nuevo rasero, la minoría tiene derecho no sólo a ser oída y a luchar por sus ideas para convertirse un día en mayoría; también tendría derecho a participar en las decisiones de la mayoría. Si tu partido tiene el treinta por ciento de los parlamentarios, deben las leyes reflejar el treinta por ciento de su voluntad, al menos. Democracia por cuotas de decisión; política de apaños. Nos encontramos en un ambiente político profundamente desideologizado y en el que la pugna de ideas y programas se sustituye por la competición por caer mejor a la ciudadanía y mostrar actitudes más afables. Frente a las ásperas mayorías, dulces minorías que nunca serán hoscas cuando estén en el poder. Et voila . Y, a la primera de cambio, antes ya de que empiece de nuevo el baile, esta vez a ritmo de balada, la sorpresa. Los Ibarretxe, Iturgaiz, Maragall, Carod, etcétera. no muestran la agradable disposición que hasta ahora habían debido reprimir por culpa de los feos modos de los otros. Maleados por tanta abrupta discusión anterior y contagiados, tal vez, por aquellas bastas maneras, responden a la atenta insinuación de pactos inmediatos a cambio de ceder por las dos partes con un «¡anda ya!, cede tú, que a mí me da la risa», y nos dejan atónitos. ¿O no? Cierto, demos tiempo y mantengamos las esperanzas. ¿Es malo alcanzar acuerdos? No. ¿Es indeseable el temperamento calmado y el gesto dulce y dialogante? No. ¿Entonces? Pues posiblemente el problema está en que, al igual que dos no discuten si uno no quiere, dos no acuerdan si uno no cede un ápice de lo que más le importa. Y en tal caso sólo caben tres alternativas: o el otro se rinde, o uno vence, o se perpetúa el debate hasta el infinito. Pero vencer está mal visto, al menos para el Estado y para el partido gobernante en él. La política más seria no puede ser cuestión de meras formas y de exquisita finura, aunque las buenas formas sean siempre recomendables. Porque para finos, por cuna y por escuela, los burgueses de toda la vida y sonoros apellidos. Es decir, los de siempre. La política honesta es la que se mueve por ideas, plasmadas en programas hechos para cumplirlos cuando se tiene la mayoría. Y es más digno de alabanza el que los cumple con maneras toscas que el que los ignora con amabilidad. Claro, el ideal lo representa el que tiene programa, lo aplica y, de propina, se hace querer hasta por sus rivales. Así sea

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