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EL INGRESO en prisión de Manuel Prado y Colón de Carvajal no es una anécdota. Dada la personalidad del protagonista y la relevancia social de algunas de sus proclamadas amistades, el caso trasciende de la crónica negra. La sentencia firme que le ha llevado a la cárcel habla de apropiación ilícita. En una palabra, de robo. Con arreglo a un vieja costumbre española («nobleza obliga»), su circunstancia no puede ser más oprobiosa, su caso se une al de su antiguo socio el financiero catalán Javier de la Rosa, hoy también en prisión. Ambos, junto al banquero Mario Conde, forman la tríada de personajes que durante años fueron jaleados por algunos medios de comunicación merced a la labor 'desinteresada' de ciertos periodistas, todo hay que decirlo. Fue tanta la pompa -De la Rosa se exhibía en yates de muchos metros de eslora-, y el jabón -a Conde le hicieron doctor Honoris Causa (¡) por la Universidad Complutense en tiempos del rector Villapalos- que algunas promociones de estudiantes de Ciencias Económicas llegaron a creer que la gomina formaba parte del equipaje imprescindible para alcanzar el éxito. Prado y Colón de Carvajal ha ido por la vida con la ventaja que supone su proclamada amistad con el Rey. Es voz popular que, sin el abuso de esa tarjeta de visita, no se le habrían abierto puertas tan principales como las que le permitieron enriquecerse de manera tal que los tribunales han considerado delictiva. Su caso, como el de De la Rosa o Conde, deberían hacer reflexionar a quienes en otros tiempos no tan lejanos contribuyeron a encumbrarlos. El ascenso y caída de estos tres ciudadanos contiene más de una lección de tipo moral. Por una parte describe la miseria que hay debajo de la capa de un nutrido sector de españoles para quienes lo importante no es tanto el ser o el saber como el tener; por otra, nos dice que entronizar el dinero o el poder como principal referente en la escala social de valores tiene sus riesgos. Y no sólo desde una perspectiva moral. A la larga, pudre a una sociedad. «Sic transit...»