Diez kilos de oro

EL SECRETARIO de Defensa norteamericano, Donald Rumfeld, que debía ser nombrado secretario de Ataque, lleva una mala racha. Su jefe, George Bush, le ha censurado con dureza, pero no con tanta como la empleada por las tropas estadounidenses en la cárcel de Abu Ghraib con los prisioneros iraquíes. Abundan las fotografías infamantes y ya no es posible parar un escándalo que no aumenta precisamente las simpatías hacia el Imperio. Las escenas no recuerdan la rendición de Breda. ¡Ay, de los vencidos!. El caso es que Irak está derrotado, pero no vencido. Las tropas americanas siguen matando a esos leales con los que cuentan siempre los clérigos chiís en Faluya, en Nayaf, en Kufa, en Kerbala y en otras ciudades arenosas llenas de alminares. Después de regañarle a Rumsfeld, el presidente Bush declaró que piensa mantenerle en el cargo. Ordenar que se mate cansa menos que hacerlo personalmente, pero también es una tarea agotadora. Ahí tienen a Powell, otro secretario, éste de Estado, que según sus más cercanos colaboradores está hecho polvo «frustrado y amargado». Hay que reconocer que puestas así las cosas, patas arriba todas, y tambaleándose las Bolsas por culpa del precio del petróleo, el invisible Bin Laden ha sabido escoger el momento. Se conoce que está bien de dinero el belicoso ermitaño. Ha salido de su cueva para lanzar una oferta que muchos no podrán rechazar: diez kilos de oro por la muerte del administrador de los Estados Unidos en Irak, Paul Bremer, y del secretario general de la ONU, Koffi Annan. Es el mundo al revés: el forajido pone precio a la cabeza del sheriff. Por las praderas de Internet están los carteles diciendo eso de «se busca». Es el cuatrero el que persigue a las autoridades del condado y ofrece la recompensa. Sin duda Bin Laden cree también que «con oro nada hay que falle». Diez kilos de ese metal son un peso agradable para muchas conciencias y un ofrecimiento así no puede fallar. Si acaso fallará la puntería de los que intenten hacerse con ellos.