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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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A PESAR de encontrarme a miles de kilómetros de España en el momento supremo de la boda real entre el Príncipe Felipe y la señorita Ortiz, doña Leti para los amigos, sí que fui testigo presencial de la batería de delirios goyescos dispuesta en un Madrid que derrochaba kilos de entusiasmo y fervor borbónico. La piñata de regocijos monárquicos, sustentada en los decretos supremos del capricho y el buen gusto, tomó forma en una fanfarria de colorines, adornos florales y demás matute estético que realmente llegó a entusiasmar al pueblo llano, fascinado ante semejante superproducción visual. No todos los madrileños se sumaron a esta crisis de exaltación compartida, causante de que se produjera en las calles de la capital un barullo similar al vivido antaño en el arca de Noé. Por ejemplo, los conductores y autobuses atrapados en la Gran Vía y Alcalá por los cientos miles de personas que, felices como un relámpago en el trigo, se acercaban hasta la Cibeles para alegrarse la pestaña con la espectacular iluminación. O los usuarios del aeropuerto de Barajas, como fue mi caso, que salimos con cuatro y cinco horas de retraso para dejar aterrizar a los distintos mandatarios internaciones, sin ir más lejos el aplaudido Nelson Mandela, que llegaban desde remotos confines al enlace del milenio. En fin, daremos por buenas todas las molestias ante la felicidad de unas gentes que sudaban patriotismo al sentirse protagonistas de un gran guiñol vestido de la mejor etiqueta. Y más que nada, doy gracias a Dios por no haber gozado del privilegio de contemplar en directo las pinturas del leonés Kiko Argüello en la catedral de la Almudena, ni tampoco de la composición musical de Nacho Cano calificada por los más prudentes como un espanto sonoro. Y es que el arte, como el matrimonio, no es más que un asunto de puntos de vista.

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