DESDE LA CORTE
El hijo del señor ministro
ALGÚN día habrá que escribir cómo los hijos de los políticos han hecho historia en este país. Han determinado actitudes. Y hasta han inspirado discursos, como aquel de un diputado de la II República que lanzaba una vehemente arenga contra el aborto: «¿qué va a ser de nuestros hijos?», y le respondieron desde el escaño: «Al tuyo ya lo hemos han subsecretario». Cuando Adolfo Suárez era el inquilino de La Moncloa, sufrió una época de críticas que no respetaban ni el ámbito personal. El presidente se puso una coraza, pero tenía un problema: ¿qué pensarían de él sus hijos, si leían unos comentarios que le llamaban poco menos que indocumentado? La solución fue pedir que se arrancasen enteras las páginas de los diarios que publicaban los artículos ofensivos. Creo que fue la única censura que Suárez practicó. Pasados los años, la ministra portavoz del gobierno socialista, Rosa Conde, soportaba como podía los asedios informativos en pleno fragor de la corrupción. Lo llevó con la dignidad posible. Pero pensó en dimitir el día que sus hijos volvieron del colegio y le confesaron a su madre lo que pasaba en el recreo. Los demás alumnos se dividían en dos bandos, con esa crueldad que tienen los niños: unos, lo más amables, les preguntaban: «Oye, ¿tu madre es una ladrona?» Otros, los más directos, les agredían: «Anda, que tu madre es una choriza». Alonso Aznar Botella comenzó a acudir a los mítines de su padre con ocho años de edad. Apenas tenía uso de razón, pero tenía lo que no tienen los asesores de presidentes: sinceridad. Y le decía a su padre qué le había gustado en el mitin, en qué parte se había aburrido y en qué párrafo se había entusiasmado. Alonso terminó convirtiéndose en el auténtico asesor de imagen de su padre. A los diez años de edad era el único insustituible en sus mítines. Creo, por cierto, que no estaba en casa el día que Aznar decidió hacerse la foto de las Azores. Cuento esto para tratar de entender por qué Bono ha renunciado a la Cruz del Mérito Militar. Lo creo cuando confiesa: «Anoche llegué a casa y uno de mis hijos estaba triste». Puede ser una representación de ese gran actor que es el ministro de Defensa. Pero necesito pensar que no. Necesito pensar que ese abatimiento del hijo ante las críticas al padre ha podido tanto como decenas de artículos y discursos de la oposición. Lo necesito, porque significaría que los políticos, aunque lo parezca, no pierden su humanidad. Y sería muy sugestivo saber que no hay medalla en el mundo, ni honor publicado en el Boletín, que valga ni compense la tristeza de un hijo.