EN EL FILO
Ronald Reagan
EN ESTE amado país nuestro no nos tomamos muy en serio las cuestiones internacionales, aunque las apariencias parezcan indicar lo contrario. No paramos de hablar de Irak, del conflicto palestino-israelí, de las elecciones americanas de noviembre. Pero todo se hace en clave doméstica. Tendría sentido que nos preocupasen los asuntos internacionales en la medida en que nos puedan afectar; eso ocurre en todas partes. En nuestro caso, sin embargo, no es del todo así. Estos asuntos no tienen importancia porque afecten nuestros intereses nacionales, sino en la medida en que sirven como ariete para la bronca interior. La muerte de Ronald Reagan y las solemnísimas exequias que estos días se celebran en Estados Unidos son un caso típico. Aquí seguimos, torpe, injustamente, con la monserga del «mediocre actor» y el «reaccionario conservador republicano». En Estados Unidos es unánime, en cambio, el reconocimiento por demócratas y republicanos, por liberales y conservadores, a la ingente labor de estadista que desplegó en sus ocho años de mandato presidencial de la Nación más poderosa del planeta, en defensa de las libertades de los pueblos y los individuos, de cada pueblo, de cada individuo. Reagan puso a la persona individual por encima de los grupos; eran éstos los que tenían que servir a aquélla, y nunca al revés. Fue, ciertamente, un conservador, pero lo que quiso conservar y acrecer fueron los valores de la libertad, la seguridad del mundo y del país que le había sido confiado, del progreso y de la remoción de los obstáculos para que cada cual pudiera en todo lo posible buscar su propia felicidad. Es difícil ser, a fuer de conservador de esos valores, más progresista. Quizás un día podremos quitarnos esa boina mental que tenemos calada hasta las cejas, y podremos ver el mundo y la vida con una mirada menos aldeana.