EN BLANCO
Bestezuelas
EL OTRO día fueron los contenedores de mi barrio los que sufrieron las iras de una pandilla de bestezuelas urbanas, como culminación al ceremonial nocturno de vandalismo que supone un auténtico viaje a las entrañas del rencor sin sentido y el mobiliario roto o quemado. Desde el Ayuntamiento se anuncia una ordenanza que pretende poner coto a las marchas festivas llevadas a cabo por almas a la deriva en la noche, cuya primera medida consistirá en que los gamberretes paguen de su propio bolsillo, o de la hucha familiar llegado el caso, los desperfectos ocasionados. Alrededor de 60.000 euros al año cuestan al enflaquecido erario municipal semejantes explosiones arrabaleras y violentas, que dejan a su paso una panorámica de papeleras destrozadas, palizas a los basureros, contenedores ardiendo y semáforos a media asta. Según distintos testigos presenciales, la secuencia de los hechos siempre es la siguiente: cuando tan dulces muchachos se hartan de bailar el currupipi-mix en alguno de los locales de ocio lúdico dispuestos a tal efecto, se toman un copazo con el tamaño de la cabeza de un niño crecidito y, obnubilados por el trago de gracia, sienten en sus corazones la llamada del destino y se lanzan a las calles felices y alumbrados como árboles en Navidad. ¡Horror! El diablo ya está libre de sus ataduras y así se monta, cada fin de semana, una carajera protagonizada por grupúsculos de tiernos infantes que, si estuvieran ante la severa presencia del juez, entrarían en la categoría judicial de tontos por lo civil y bobos por lo criminal. Por pura higiene social hay que emplear la vieja táctica del martillo y el yunque con estos animalitos de Dios, y al menos que sean ellos quienes coticen debidamente por su agresiva y estúpida estulticia.