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JESÚS MIGUEL MARTÍN ORTEGA DELEGADO EPISCOPAL DE ENSEÑANZA
León

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POR UN CÚMULO de circunstancias, me veo obligado a esperar unas cuantas horas, en un aeropuerto, la llegada de unos familiares. Son horas que no ofrecen demasiadas alternativas. Y prefiero dedicarlas a la reflexión antes que al aburrimiento. Repaso los numerosos temas que si no ocupan, al menos preocupan a quienes tienen el encargo de gobernar este país. Entre ellos, destaca especialmente el tema de la enseñanza de la Religión. No hay muchos temas que rivalicen con éste, y que provoquen tanta polémica en cualquier ámbito donde aparezca. La pregunta surge inevitable: ¿Por qué? ¿Por qué un tema aparentemente secundario, que en otros parámetros no despierta ningún interés, se levanta ahora como piedra de toque del debate social? Sospecho que si despierta tanto interés entre creyentes y no creyentes no es porque lo consideren un fin en sí mismo sino un medio determinante para lograr o no un bien estimado por todos. Efectivamente, la enseñanza de la Religión, aun presentándose como una asignatura de libre elección, aunque nadie esté obligado a estudiarla, aunque muchos se sitúen al margen desde un declarado ateísmo, o agnosticismo, es un tema que a nadie deja al margen. En el centro de la discusión no encontramos un problema de fe o de justificación del hecho religioso, sino algo más prosaico pero más fundamental para el interés social: el modelo de sociedad que se desea construir. Todos somos conscientes de que nos ha tocado en suerte poner los cimientos de esa realidad grande y compleja que llamamos Europa. Y en esa tarea de poner las bases, la enseñanza de la Religión no es cuestión baladí. No se trata de un elemento entre otros sino de la estructura que va a organizar y consolidar toda la construcción. Realmente, eso es lo que se discute: un determinado modelo de sociedad. Hablar de enseñanza de la Religión sí o no, es quedarse sólo con la punta de iceberg. Situar el debate en su lugar propio es circunscribirlo a la valoración de los distintos modelos de sociedad. Y esto requiere hablar no solo de los cimientos sino también, y muy especialmente, de la altura que desea alcanzar dicha sociedad. Y esa altura está marcada por los valores que impregnan la vida social. No hay sociedad sin valores, pero no todos los valores son apropiados por una determinada sociedad. Un «modelo» social ayuda a lograr unos valores en detrimento de otros. De esta suerte, según sea el modelo al que una sociedad aspire conseguirá un mayor o menor acervo de valores, con el consiguiente enriquecimiento para los individuos que la componen. Aún a riesgo de simplificar las cosas, es obligado afirmar que un modelo laicista de sociedad resulta menos plural que un modelo asentado en la libertad religiosa: el primero es restrictivo y no salvaguarda las libertades personales; el segundo es abierto y defiende todas las opciones que emanan del ejercicio de la libertad personal. Éste se ajusta a una sociedad democrática, respetuosa con las opciones individuales; aquel hace prevalecer lo colectivo sobre lo individual, limitando el ejercicio de libertades. Está claro: cuestión de altura. Anuncian por megafonía el aterrizaje del vuelo que espero y me parece oír el anuncio de la llegada de una Europa con toda suerte de beneficios. Ojalá no nos llegue en vuelo rasante, como esos peligrosos misiles que pasan inadvertidos a los radares. Prefiero que sea una Europa de altos vuelos que sea referente para otras sociedades que buscan, como la nuestra, encontrar el camino que nos lleve a una sociedad que respete la dignidad de la persona y los derechos humanos, que sea comprometida con la paz y el respeto a nuestro planeta como casa de todos. Una sociedad plural, donde prevalezca el respeto a las libertades individuales sobre las imposiciones colectivas; una sociedad donde quepan los ateos, los agnósticos y también los creyentes de cualquier religión, en convivencia y tolerancia, sin que ninguno de estos grupos imponga sus convicciones a los otros. Tenemos cerca las elecciones europeas, en las que los ciudadanos podemos y debemos decir nuestra palabra sobre el modelo de sociedad que queremos para Europa. Yo lo tengo claro: no quiero una sociedad ramplona, limitada en sus libertades, de alas recortadas¿ por mucho que me la pinten de moderna, progresista y social. Siempre habrá quien niegue la evidencia (lo recuerdo en boca de un viejo profesor). Pero eso no cambia la realidad. Somos muchos los que, con inquietud, miramos a la puerta por donde acceden los viajeros que acaban de llegar. Por fin, la puerta se abre y la inquietud se torna alegría. Saludos, abrazos... y el deseo en el corazón de dar la bienvenida a la vieja Europa, cuya suerte en nuestros días parece reproducir la narración mitológica: La hermosa hija del rey de Fenicia, Europa, es raptada por Júpiter, transformado en toro, quien la conduce, a través del mar, hasta las costas de Creta. Ella se pregunta, una y otra vez, con desconsuelo: ¿dónde me encuentro? ¿Adónde voy? ¿Es todo esto una pesadilla? Posiblemente, los habitantes de esta piel de toro podamos evitar la pesadilla y el desconcierto de Europa si somos capaces de no robarle sus orígenes. Porque en ellos está su identidad, su situación y su brújula. Tal vez ahora comprendamos por qué resulta esencial que en la Constitución Europea se afirmen explícitamente sus orígenes históricos y culturales. Renunciar a ello es condenar al viejo continente al rapto, a la pérdida de identidad y al permanente desconcierto. Europa no se lo merece.

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