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León

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EL RECHAZO del Papa al proyecto de legalización del matrimonio entre homosexuales será utilizado tanto por el reaccionarismo de derechas como por el de izquierdas; unos para demonizar el socialismo como enemigo de la ética cristiana, otros para acusar de retógrada a la Iglesia. Ambas argumentaciones son injustas y maniqueas, y no van al corazón del debate. La homosexualidad es una realidad, no es una moda, tampoco una opción, y es independiente de lo que los heterosexuales pensemos de ella. Los homosexuales tienen derecho, vamos a llamarlo así, a ser felices, y esa felicidad pasa -entre otros muchos aspectos- porque las parejas que lo deseen puedan casarse, pues son los propios interesados quienes han de escoger, como cualquier heterosexual, el grado de integración social que desean. Unos serán felices casándose, y por tanto han de poder hacerlo, otros lo serán viviendo de acuerdo a otras posibilidades. Para mí, lo importante, lo que centra el problema  es admitir que es posible el amor entre hombres. Con quién se acuesta Fulano no me interesa, pues es privacidad. Me interesa en cuanto es expresión de amor, sea homosexual o heterosexual.  Moncho Borrajo declaraba que su homosexualidad nada tiene que ver con días del orgullo gay ni con demagógicas salidas del armario, pues su mundo se regía por valores y por el amor hacia su pareja.  Un amplio número de homosexuales se sienten cristianos. Reducir la homosexualidad al histrionismo de Boris Izaguirre y sus bajadas de pantalones es injusto. Un homosexual no ha de ser necesariamente obsceno, ni estar obsesionado con el sexo.  Nadie es mejor o peor por serlo. Ambas partes, homosexuales e Iglesia, han de dialogar, ponerse en el lugar del otro. Y desde el respeto.