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León

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NUNCA he entendido muy bien eso de polemizar por el programa de fiestas. Y no sólo porque uno sea poco festivo, o al menos poco nocturno, pues un misterioso puño invisible me noquea a eso pongamos de las diez y media, cuando muchos ni siquiera han decidido la hora de quedar. Puedo bailar Bulería, bulería entre las seis de la mañana y las nueve de la noche, pero que nadie exija de mí un brinco marchoso después de la cena. Por tanto, como entiendo que lo mío es un caso muy especial,  pues ya me pueden traer a Miss Universo a bailar en Ordoño la danza de los sietes velos que los bostezos y cabezadinas impondrán su férrea ley,  todo me parece estupendo y divertidísimo... para los demás. No lo interprete el lector como un pedante desdén hacia el ocio no metafísico, simplemente es que no puedo con mi cuerpo, la noche no se hizo para mí. Los amigos me dicen que pongo el piloto automático. Pues sí, lo pongo, y llegado el momento, ya no diferencio un concierto de los Rolling de otro de Georgie Dann. Como me da que la gente se lo pasa bomba por el mismo hecho de estar en fiestas, no le encuentro mucho sentido a polemizar sobre una programación cuyo destino es ser efímera. Y ese es su encanto, su magia. Independientemente de mis escasísimas resistencias nocturnas entiendo que para una parte considerable de la población las fiestas son muy importantes, precisamente por ser espejismo y fugacidad, que también tienen su magia. A mí me encantan, pese a que donde soy feliz es en mi camita.  Ni siquiera me molesta ser despertado por la cofradía del Asturias patria querida. Los fuegos artificiales siempre serán la actividad más exitosa de la programación, sea ésta la que sea, gobierne quien gobierne. Con fuegos artificiales se despidió Bilbo de sus queridos hobbits. Por  tanto, no caben grandes polémicas sesudas: las fiestas son lo que son. Y bienvenidas sean. Hasta para quien considera que no hay mejor fiesta que una buena siesta.

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