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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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EL NUEVO Gobierno ha emprendido una serie de iniciativas que, como parece natural, marcan improntas novedosas que se corresponden con la naturaleza misma de la idea de alternancia. Ha repatriado las tropas españolas en Irak, una decisión polémica que resultaba sin embargo inexorable tras las promesas efectuadas durante la campaña electoral; ha puesto en marcha un proyecto de ley sobre violencia de género; ha emprendido determinadas actuaciones que, si cuajan, resolverán ciertas inquietudes ciudadanas, como las referentes a la libertad sexual o al precio exorbitante de la vivienda, que está frustrando el desarrollo personal de la juventud. Pero la mirada política está todavía enfocada al pasado. Estamos padeciendo los estragos suscitados por la implicación española en al guerra de Irak; la posición española en Europa se vincula aún -por acción o por reacción- con el vector atlantista que nos divorció momentáneamente del eje franco alemán; y, sobre todo, nos hemos embarcado en una comisión parlamentaria de investigación sobre los terribles atentados del 11-M que puede terminar teniendo consecuencias muy perturbadoras sobre las relaciones políticas de este país. Porque ya es manifiesto que, como se temía, no existe voluntad alguna de asegurar mediante este trámite parlamentario la seguridad de los ciudadanos sino depurar unas responsabilidades antiguas cuya clarificación ya no tiene sentido. No viene a cuento indagar, a estas alturas, si el Ministerio del Interior anunció puntualmente o no sus sospechas sobre si la gran tragedia tenía tal o cual paternidad. Fuera cual fuese su conducta sobre el particular, lo único cierto es que unos desalmados provocaron una gran mortandad que de ningún modo puede relacionarse con las legítimas decisiones de política exterior del gobierno de turno. Ante el asesinato masivo, sólo los asesinos deben ser llamados al banquillo de los acusados. La deriva de la comisión de investigación es preocupante porque, lejos de aproximarnos a la recomposición del consenso en materia de política exterior, está actuando en la dirección contraria. La enemistad política, saludable en un régimen parlamentario en el que la oposición controla al poder, debe mantenerse en unos limites caballerosos que aquí se han sobrepasado con creces porque se ha confundido la alternancia con el choque de legitimidades. Tan legítima fue la inclinación atlantista del PP como lo es el regreso europeísta del PSOE. Y es aberrante reducir este dilema -que ha de resolverse mediante la recuperación del consenso- a términos colindantes con la responsabilidad del 11-M. En suma, si no se ve a tiempo que la única función trascendente de la comisión de investigación en marcha es fortalecer la seguridad del Estado español y de sus ciudadanos, entraremos en una espiral de violencia verbal que dificultará (o imposibilitará) las reformas internas -de los Estatutos, de la propia Constitución- que resultan hoy muy pertinentes y seguramente inaplazables para suavizar los disensos estructurales que han provocado una crisis preocupante en nuestro sistema de organización territorial. Rajoy, en el papel evidentemente incómodo que tiene que desempeñar, ha emprendido una desaforada acción opositora basada en argumentos momificados, sobrepasados por la realidad y que no insinúan la menor perspectiva de futuro; es deudo de los errores de su mentor. Y esta declinación persistente, que se muestra en forma de un tono destemplado que no casa bien con su talante amigable y abierto, se debe a que se siente obligado a administrar rescoldos del pasado, lo que no le permite desarrollar un proyecto personal, que sin duda pasa por la construcción de nuevas estrategias, por la exhibición de un proyecto distinto, por la reconstrucción de una posición centrista y moderada que se ha despeñado hasta este momento por el vertedero del rencor que destila cierto segmento agraviado de su propio partido. La comisión de investigación sobre el 11-M no fue una buena idea y, tal como se ha orientado, colocará palos en las ruedas de una convivencia política que debe suavizarse si de verdad se quiere otorgar un horizonte a los más viejos y sin embargo candentes problemas que tiene abiertos este país: la instalación perdurable y pacífica de las dos comunidades autónomas, la vasca y la catalana, que no han encontrado aún su cabal acomodo en el complejo dibujo constitucional. Habría, pues, que moderar la enemistad y el resentimiento -ni Zapatero ni Rajoy tienen razones para mantenerlos enhiestos-, que jubilar a quienes nada tienen ya que aportar a la política española y que sustituir la visión retrospectiva de un ayer superado por la mirada hacia adelante que ha de reconstruir un aliento de futuro que tenemos al alcance de la mano y que muy fácilmente podrían auspiciar estos dos jóvenes lideres, en la derecha y en la izquierda, que no tienen personalmente deudas pendientes con antiguos naufragios.

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