Diario de León

TRIBUNA

San Benito, un gran constructor de Europa

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JULIO DE PRADO REYERO
León

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HACE poco tiempo un comentarista, refiriéndose a la nueva Europa, se expresaba así: «Todo comenzó un día del año 1951 con un tratado sobre el carbón y el acero que daría paso posteriormente a la Comunidad Económica Europea en 1957 mediante el Tratado de Roma. Luego nacería la actual Unión Europea, cuando aquella abrió sus bases, primero al Mediterráneo y últimamente al Este. Medio siglo después del sueño de Suman, ha tenido lugar el 1º de mayo la mayor incorporación, la quinta y la más espectacular de diez nuevos países del Este, y del antiguo bloque soviético ocho de ellos...». Sin duda que esto es verdad; pero no toda la verdad, ya que si solamente manejamos medias verdades, empezaremos y terminaremos por engañarnos a nosotros mismos. Las grandes organizaciones, llamadas a sobrevivir, nunca fueron fruto de la improvisación como tampoco nacieron por generación espontánea. Su gestación ha sido larga y muy dolorosa. Efectivamente, y no por casualidad, Europa desde hace unos dos mil años hunde sus raíces en las márgenes del Mediterráneo, nutriéndose de la savia judeo-cristiana traída a la «Diáspora» del brazo de la cultura helénica a través del «coiné» como idioma universal y para su expansión siempre sustentada, amparada y regulada por la normativa del Derecho Romano. Con la vida exuberante,, que el auténtico cristianismo posee, al fundamentarse en el Amor sin barreras y a fondo perdido, no es de extrañar que los mismos límites del Imperio Romano le hayan resultado estrechos y se haya abierto a través de los tiempos a horizontes insospechados. Sin ningún afán de colocarnos en una situación de superioridad o privilegio hay que reconocer como primera causa de su masiva implantación en Europa que al cristianismo siempre le ha movido un afán de búsqueda de la verdad, que aún la gente más sencilla y más sincera nunca logran encontrar en los mitos y leyendas del paganismo. Una segunda motivación la constituye una serie de principios morales de conducta, que oferta y que pronto cristalizarán en los logros tan palmarios como el reconocimiento de la dignidad humana con resultados concomitantes tan evidentes y trascendentales como la abolición de la esclavitud, la sucesiva valoración social de la mujer, el respeto y sobre naturalización de los débiles, la lucha por la liberación de los oprimidos, etcétera. En último lugar aporta el testimonio coherente, heroico y confesante hasta la muerte, de muchos de los cristianos, que terminan por abrir un interrogante en las sociedades donde han logrado penetrar. Pasada la época de la persecución cruenta o simplemente de acoso y derribo a través de la seducción y tensión del abandono, posiblemente el monacato sea la institución que haya hecho las aportaciones más positivas y visibles, primero en un Oriente «idealista» y luego en un Occidente «realista», en gran medida al encontrar aquí un impulso de mano de San Benito, nacido hacia el año 480 en Nursia, de la Umbría Italiana. Curiosamente al iniciar su experiencia la Roma vecina, frívola e inmoral., vio pronto en Benito, sus monjes y sus monasterios, un revulsivo y un provocador lo mismo que los aldeanos de Subiaco y Montecassino constatan que van cayendo poco a poco a medida que se incorporan en el seguimiento de la «regla de San Benito», que vagancia a medida que del polvo y paja del descanso o la honesta sustentación, entre el «ora et labora» -espiritualidad y trabajo-, santo y seña de la Institución benedictina, obteniéndose una magnífica cocea de conversiones de conducta en los individual y en lo social, y al mismo tiempo logrando cambiar el «hábitat» agreste e inhóspito en auténticas granjas o vergeles, de las que se constituyeron en verdaderos maestros los italianos. La experiencia pronto se consideró digna y necesaria de llevar a toda Europa, encontrando un gran propulsor en el papa San Gregorio Magno, quien la aprovecha al mismo tiempo para la evangelización y para la colonización, habitualmente conducida, primero por los monjes benedictinos y después por las distintas ramas de Cistercienses o Trapenses. Como es lógico la Obra de San Benito llegó a España y muy concretamente a León se convirtió en un de los centros-piloto que pronto hicieron del monasterio «pieza-clave», entre la diócesis y la parroquia. Como botón de muestra ahí quedan los vestigios de la tebaida berciana, Sahagún, Eslonza, San Claudio, Sandoval, Gradefes, Carrizo, etcétera. El Concilio de Coyanza del año 1050 considera inevitable e imparable este fenómeno y decreta en el canon I: «Mandamos que todos los árabes y monjes, y todas las abadesas y monjas se gobiernen según la Regla de San Benito...» A la vista, pues, de los frutos obtenidos a través de los tiempos nada extraño tiene que el Papa Pablo VI en el año 1964, queriendo dar impulso a la evangelización, cuya Carta Magna «Evangellii Nuntiandi» él mismo escribió y al desarrollo de los pueblos, que tan bien esboza en su «Populorum Progressio», guiso hacer de San Benito un referente a seguir y lo proclamó como el primer Patrono de Europa; lo que cobra actualidad con relación a la Nueva Europa como ha quedado patente en las últimas elecciones europeas. Ni valen ni sirven sólo lamentos como este que apareció en Le Monde: «Hace ya mucho tiempo que los dirigentes europeos no discutimos ya de los grandes temas. En los últimos tiempos no hablamos ya prácticamente de nada», como tampoco limitarse a ponerse a la cola de este antiguo «Mercado Común», convertido en «mercado», donde algunos reparten el pastel con sus migas, mientras otros muchos se confiesan «euro escépticos». No podemos pasar página de nuestro pasado ni de nuestro presente, renunciando a un rico legado de posibilidades a la hora de «recrear» la nueva Europa. Llegada esta fecha, y ¡perdón por la redundancia!, esperamos que San Benito nos siga bendiciendo y repartiendo «talante europeo».

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